El
legado de Hugo Chávez
Guillermo Castro Herrera
La muerte
de Hugo Chávez priva a nuestra América de una de sus voces más características
en la primera década del siglo XXI, y de uno de sus espíritus más solidarios.
Su inspiración fue Bolívar, como lo fue de José Antonio Páez, el caudillo “sin más escuela que sus llanos, ni más disciplina que su voluntad, ni
más estrategia que el genio, ni más ejército que su horda, [que] sacó a
Venezuela del dominio español en una carrera de caballo que duró dieciséis
años” [1],
como lo caracterizara José Martí en 1888, en el momento en que emprendía su
retorno a Caracas, tras morir en el exilio en Nueva York en 1873. Y, como Páez,
“jamás fue tan grande como el día en que de un pueblo lejano mandó llamar al
cura, para que le tomase, ante la tropa, el juramento de ser fiel a Bolívar”.
En el ejercicio de esa lealtad
fue – junto a otros compatriotas de su Patria Grande que también han partido
ya, como Néstor Kirchner – de los primeros en promover la resistencia más
activa a los males del neoliberalismo en nuestra América, y la reconquista de
nuestra personalidad política en el concierto de las naciones en esta hora de
crisis y creciente desgobierno mundial. De su política interior – tan contraria siempre al dogma de trasladar a
las espaldas de los pobres el peso de los problemas generados por economías
deformadas hasta la médula misma por la dependencia -, criticada por algunos
como mero subsidio a la pobreza, podría decirse lo que reclamaba Martí a la
política social de los liberales de su tiempo: “¡Yerra, pero consuela! Que el que consuela, nunca yerra.” [2] Y de
su política exterior sólo cabe decir, también desde Martí, que contribuyó de
una manera decisiva a injertar a nuestra América en el mundo, para crecer con
él, y ayudarlo a crecer.
Fue tal fue el éxito de esa política de construcción
de espacios de equilibrio en un mundo que se desliza hacia el caos, que aun su
adversario más eficaz de sus últimos días optó por hacerlo suyo, y llamar a
preservarlo, tras haberse sumado en los años iniciales de aquella labor al
intento de cercenarla mediante las violencias de un golpe de Estado. Ahora toca
a su pueblo todo – el de la mayoría que le dio su apoyo, como el de la minoría
que lo adversó - dar fe de su capacidad para preservar lo mejor de esos frutos,
para sí mismos y para el mundo, y de ir más allá de los yerros que hubieran
podido limitar la eficacia transformadora de su gestión de estadista. Eso, en
lo inmediato. Porque en lo trascendente la verdad de ese legado ya está en
movimiento, y seguirá andando hasta que deje de serlo.
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