Constantino
en el año de Benedicto
Guillermo Castro H.
“Benedicto XVI se convierte en
el séptimo Pontífice -o el quinto, según otras fuentes- que
"renuncia" al Papado, tras hacerlo San Ponciano (año 235), San
Silverio (537), Martin I (1044), Benedicto IX (1045), Celestino V (1294) y
Gregorio XII (1415).[…] La historia de estas dimisiones, así como
la historia de los papas, está plagada de turbulencias, intrigas, nepotismos
e incluso crímenes. Sólo entre los siglos IX y XI (del año 882 al 984)
unos nueve papas desaparecieron por la fuerza de la Silla de Pedro, envenenados unos, estrangulados o acuchillados otros, y el resto
obligados al destierro.”
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Flavio Valerio
Aurelio Constantino (c. 272 – 337)[1]
fue Emperador
de los romanos desde su proclamación por sus tropas el 25 de julio de 306, y hasta
su muerte. Su gobierno puso orden en un Imperio devastado por guerras civiles,
de las que él emergió triunfante. Ese orden incluyó establecer la monarquía
absoluta, hereditaria y por derecho divino; imponer legislación que ataba a los
campesinos a la tierra y a los artesanos a sus oficios – rasgos que vendrían a
ser dominantes en la economía feudal -, y legalizar el culto cristiano,
asociando la organización eclesial a la burocracia imperial, y abriendo paso a
la declaración del cristianismo como religión oficial del Imperio por su
sucesor Teodosio, en 380.
En el año 313, Constantino decretó en Milán, en conjunto con su cuñado y
aliado Licinio, el fin de las persecuciones y las restricciones a la práctica
del cristianismo en el Imperio. Con ello culminaban tres siglos de una relación
conflictiva que entre 303 y 311, durante el reinado de Diocleciano, predecesor
de Constantino, había dado lugar a severas medidas represivas contra las
organizaciones cristianas y sus creyentes. Pero, y sobre todo, de esa manera se
sentaron las bases de una alianza entre Constantino y las iglesias cristianas,
que contribuyó de manera decisiva no sólo a su lucha por el poder, sino a su
programa de reordenamiento y consolidación del Imperio.
El Decreto de Milán, en efecto, abrió
paso a la derogación de las restricciones al culto cristiano, a la devolución a
la Iglesia de las propiedades que le habían sido confiscadas, y a la
incorporación de los cristianos a las altas magistraturas del gobierno.
Aun así, Constantino no patrocinó
únicamente al cristianismo. El Arco de Constantino, erigido tras su victoria en
la Batalla del Puente Milvio, está decorado con imágenes de dioses como Apolo, Diana,
y Hércules, y
no contiene ningún simbolismo cristiano. En 321, decretó
que los cristianos y los no cristianos debían observar juntos el "día del
sol" – el Día del Dóminus de los latinos, Sun Day de los anglosajones -,
que hacía referencia al culto al Sol Invictus, como expresión de la dignidad
imperial, representada en el halo solar que rodeaba las representaciones de la
cabeza del Emperador.
En ese marco, Constantino convocó en
325 el Primer Concilio de Nicea, movido
por la preocupación de que las disputas religiosas que caracterizaron al
cristianismo primitivo afectaran la unidad del Imperio. Allí se formaron la
veneración a María, las imágenes, la Trinidad, la naturaleza de Cristo, y otras
creencias que serían dogmáticas luego.
El de Nicea fue el primer Concilio
Ecuménico (universal), con la participación de alrededor de 300 obispos, del
millar por entonces existente en todo el Imperio, cuyo transporte, alojamiento
y alimentación corrieron a cuenta del Estado. El encuentro permitió
formalizar la relación estado-iglesia que permitiría la expansión del
cristianismo con una vitalidad inédita. Constantino, que supo retener el título de pontifex maximus -
que los emperadores
romanos llevaban como cabezas visibles del sacerdocio
pagano - inauguró el concilio con un discurso inicial, ataviado con telas y
accesorios de oro, para demostrar el poderío del Imperio por un lado, y su
especial interés en el concilio, por el otro.
A este apoyo
correspondió la Iglesia con un indeclinable respaldo al Emperador, que se
prolonga en las leyendas creadas para justificarlo. Así, por ejemplo, la de
la visión de una cruz sobrepuesta al sol cuando marchaba con sus soldados a la
batalla, seguida de un sueño en el que se le ordenaba poner incorporar la cruz
a su estandarte, con la inscripción «In hoc signo vinces» (“Con este
signo vencerás”). Así también la que, en
el siglo VIII, atribuyó al Emperador una “Donación
de Constantino”, que ponía en manos del Papa el gobierno temporal
sobre Roma, Italia y el
occidente al papa, desenmascarada
en el siglo
XV por el experto filólogo y humanista Lorenzo Valla.
Con todo, Constantino, hombre pragmático,
mantuvo vínculos políticos con la aristocracia imperial pagana hasta el final
de su vida, y sólo fue bautizado en su lecho de
muerte, en el año 337. Y ese pragmatismo se expresa también, sin duda,
en las violencias inherentes a la conquista y preservación
de su cargo por el Emperador. Así, por ejemplo,
en 325 ordenó la ejecución de su cuñado el Emperador romano de
Oriente Licinio, y
en 326
las de su hijo mayor, Crispo, y
su segunda esposa, Fausta.
De todo ello resultó, a
fin de cuentas, una Iglesia imperial, por un lado, y un Emperador eclesial, por
el otro. Y
ese resultado mueve a pensar que si el Emperador Diocleciano no pudo someter a
los cristianos mediante la persecución, Constantino tuvo sin duda mayor éxito
mediante la corrupción característica de un poder político así obtenido y
ejercido.
Hasta hoy, en efecto, todos los signos externos del poder en el Vaticano - desde el
ropaje color púrpura de los cardenales hasta el título de Pontífice que se
otorga al Papa, pasando por el solio, el palio, el lábaro y la pompa - son de
origen imperial, y han sido preservados con un cuidado notable. Pero
la forma concreta, como sabemos, es siempre la de un contenido puntual y, por
lo que se va sabiendo de la política interna del Vaticano a raíz de la renuncia
de Benedicto XVI, se descubre que junto a los signos imperiales persistieron,
también, muchos de los vicios del Imperio.
Aun así, Jesús el
Cristo - el único participante en esta trama de dos mil años carente de bienes
y ambiciones terrenales - sigue siendo el símbolo de la que Gramsci consideraba
la primera gran revolución en la historia de la Humanidad: aquella que
democratizó el derecho a la fraternidad universal en lo social; abrió el camino
al planteamiento de la igualdad como un problema práctico, en lo político, y estableció
la responsabilidad del individuo por las consecuencias de sus decisiones y sus
actos, en lo ideológico. Quizás, con todo esto a la vista, podamos decir que
toda meta es a fin de cuentas un nuevo punto de partida. Más, incluso, si ese
punto de partida consiste en la crisis desatada – que no creada – por la
renuncia al cargo de Papa de Benedicto XVI, un hombre cuyas características
morales intelectuales habían venido a hacer de él, como lo señalar Mario Vargas
Llosa, “un anacronismo dentro del
anacronismo en que se ha ido convirtiendo la Iglesia.”
El tiempo ha dicho. El tiempo dirá.
Panamá, 25 de febrero de
2013
[1] Los datos históricos han sido obtenidos de http://es.wikipedia.org/wiki/Constantino_I_(emperador), donde puede ser consultados en detalle.
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