Benedicto y la cristiandad
Guillermo Castro H.
Es nuestro
deseo que todas las diversas naciones que están sometidas a nuestra Clemencia y
Moderación, deben continuar en la profesión de esa religión que fue transmitida
a los romanos por el divino apóstol Pedro […] De acuerdo con la enseñanza
apostólica y la doctrina del Evangelio, creamos en una sola deidad del Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo, en igual majestad y en una santa trinidad. Autorizamos a los seguidores de esta ley que
asuman el título de católicos cristianos; pero por lo que se refiere a los
otros, pues, en nuestro juicio ellos son locos insensatos, decretamos que sean
señalados con el ignominioso nombre de herejes, y no pueden pretender dar a sus
conventículos el nombre de iglesias. Ellos sufrirán en primer lugar la
reprensión de la condena divina y en segundo lugar el castigo de nuestra
autoridad que de acuerdo con el deseo del Cielo decidirá infligir.
Teodosio I,
Decreto de Tesalónica, 380 a.d.
Constantino I
preside el Concilio de Nicea, en 325
Flavio Teodosio (347 – 395), Emperador desde 379,
reunió en 392 las porciones oriental y occidental del Imperio, y fue el
último en gobernarlas como una unidad, pues a su muerte se escindieron de
manera definitiva. Su carrera política, como solía ocurrir en la época, se
forjó en las guerras civiles propias de un Imperio en descomposición,
atravesadas además por el conflicto entre la Iglesia cristiana - legalizada por
su predecesor Constantino mediante su Edicto de Milán, en 313 -, y los
remanentes de los viejos cultos paganos, que conservaban una importante
influencia en el medio rural y entre la vieja aristocracia terrateniente de la
época.
No es de extrañar, así, que si en su camino al trono Teodosio fuera
tolerante con los paganos, en 380 – una vez que se hubo asegurado el cargo - proclamara
al cristianismo como religión oficial del Imperio, mediante el Edicto de
Tesalónica, consolidando su alianza estratégica con una Iglesia ya organizada a
escala del Imperio entero, sin cuya colaboración activa era imposible dirigirlo.
El
Edicto, en efecto, renovó y amplió el
respaldo oficial a la Iglesia en su lucha contra el paganismo, cuyas primeras
manifestaciones se habían producido tras la legalización del cristianismo en
313 por el Emperador Constantino, mediante el Edicto de Milán.
A partir de allí, el
conflicto con el paganismo en el ámbito imperial se prolongaría hasta el siglo
VI, con la persecución de creyentes y sacerdotes; el saqueo y destrucción de
templos y sitios de culto, y un agresivo programa de construcción de templos
cristianos, siempre al amparo de las leyes y autoridades imperiales. La energía desplegada por la Iglesia en ese proceso de confrontación – que
se remontaba a los orígenes del cristianismos – fue atribuida por el
historiador inglés Edward Gibbon, en su obra clásica Decadencia y Caída del Imperio Romano, a “las cinco causas
siguientes”:
I) el inflexible, y si se nos permite la expresión, intolerante
celo de los cristianos, heredado, es verdad, de la religión judía, pero
purificado del espíritu estrecho e insaciable que, en lugar de atraer, disuadía
a los paganos de abrazar la ley de Moisés; II) la doctrina de la vida venidera,
mejorada con cuantas circunstancias pudieran dar peso y eficacia a tan importante
verdad; III) el poder milagroso atribuido a la Iglesia primitiva, IV) la
moralidad austera y pura de los cristianos; V) la unión y disciplina de la
república cristiana, que gradualmente formó un Estado próspero e independiente
en el corazón del Imperio Romano.[1]
Del siglo VI en
adelante, aquella “república cristiana” vendría a convertirse, en la porción
Occidental del Imperio, en la Iglesia universal de un universo cada vez más
fragmentado por la descomposición de las estructuras de poder a las que había
atado su destino doscientos años antes, y de las que ella vino a ser la única
porción sobreviviente. Esa Iglesia, organizada en una estructura de claro
legado imperial, y estructurada territorialmente en obispados, monasterios y
centros de culto distantes pero vinculados entre sí, desempeñó un papel
decisivo en la tarea de civilizar, organizar y encauzar las energías y
violencias de los nuevos reinos que emergían de las ruinas del Imperio en torno
a un proyecto común: la expansión constante de un espacio de cristiandad, con
base en Europa Occidental y sin otro límite que el de la convicción, las
capacidades y el interés de sus gobernantes.
Para fines del siglo
VIII, ese proyecto alcanzó su primera gran expresión en el Imperio de
Carlomagno, tanto en lo que éste intentó llevar a cabo en la organización y
defensa de sus territorios, como en sus guerras de evangelización contra los
pueblos paganos del Norte y el Este de sus dominios. Así, dice Richard Fletcher en su
obra sobre la conversión de los bárbaros del Noreste de Europa en la Alta Edad
Media:
Lo que hizo
Carlomagno fue estrechar aún más el vínculo entre el imperialismo secular y el
espiritual. Dadas su energía y sus recursos, el podía ejercer ambos con una
nueva intensidad y a una escala sin precedentes; y más aun, como en Sajonia,
con una brutalidad desconocida hasta entonces. Por primera vez en la historia
cristiana, una actividad misionera auspiciada por el Estado utilizó
desvergonzadamente la fe como un medio para subyugar a un pueblo conquistado.
Hoy sabemos, como Carlos no pudo saber, que esta
conquista de Sajonia proveería antecedentes para desagradables episodios en la
Prusia del siglo XIII o en México en el XVI.[2]
El éxito de Carlomagno – coronado
Emperador del Sacro Imperio Romano Germano por el Papa León XIII en Roma, en la
Navidad de 800 -, inauguró así una modalidad de relación entre la Iglesia
imperial y el Imperio eclesial que se prolongaría a través de violencias como
las de la cruzada promovida por el Papa Inocencio III contra los cátaros del
Suroeste de Francia (1209 – 1244); las promovidas para disputar el control de Siria y
Palestina a los musulmanes
entre 1095 y 1291, y otras convocadas en distintos momentos contra los eslavos
paganos, los judíos, los cristianos ortodoxos, los mongoles y, en lo general,
contra los enemigos
políticos del proyecto de cristiandad.
El ciclo expansivo vendría a
culminar en una doble espiral de violencia y crisis gestada en el siglo XVI.
Por una parte, en la Conquista de América para el proyecto de Cristiandad,
entre 1500 y 1550. Por otra, en la descomposición del propio proyecto a partir
de la Reforma protestante proclamado por Martín Lutero a partir de 1517,
rápidamente transformada en una serie de guerras civiles dentro de la antigua
república cristiana, que terminó condenando al Vaticano a una permanente
actitud defensiva, contra el protestantismo, primero; contra el liberalismo,
después; contra el socialismo, en seguida, y contra sus propias disidencias
internas desde fines del siglo XX.
Cada una de esas resistencias tuvo
un Papa que la simbolizó. Benedicto XVI, como ninguno, fue el símbolo de la
última. El alcance de su renuncia, en esta perspectiva, va mucho más allá de la
reforma de normas y procedimientos eclesiales en materia de celibato
sacerdotal, moral sexual, sacerdocio femenino o compromiso con los pobres. El
problema, aquí, consiste en recuperar para sí misma un lugar y una función en
un mundo que tanto ha cambiado de 380 acá. La alternativa a ese desafío mayor
ha sido señalada con toda claridad por el teólogo Hans Küng, otro de los
sancionados por el Cardenal Ratzinger cuando aún se desempeñaba como
responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe:
Si el
próximo cónclave llegase a elegir a un papa que siga el mismo, viejo camino, la
Iglesia nunca experimentará una nueva primavera sino que caerá en una nueva era
del hielo y correrá el peligro de quedar reducida a una secta crecientemente
irrelevante.[3]
Así las
cosas, quizás sea éste después de todo el inicio del último acto de la
cristiandad y, quizás también, el comienzo del renacer de la promesa de
igualdad, fraternidad y libertad que en su momento de origen ofreció a la
Humanidad el cristianismo.
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