La
universidad de que se trata
Guillermo Castro H.
El papel
de la universidad ante la crisis que afecta el desarrollo de nuestra especie
constituye un tema de debate en todo el mundo. Ese tema es tan importante para
nuestro futuro, que conviene atender con el mayor cuidado a lo que puede
enseñarnos el pasado, velado a menudo por mitos autocomplacientes.
Uno de esos mitos, por ejemplo, se refiere al vínculo de la
institución universitaria con la Edad Media Occidental, que algunos remiten a
los orígenes mismos de ese período histórico. Los comienzos de la Edad Media,
sin embargo, se ubican hacia los siglos IX y X, tras la llamada “época oscura”
que siguió a la desintegración del Imperio Romano de Occidente en el V.
La principal organización cultural y educativa de aquel
período fue el monasterio, como fueron los monjes los únicos intelectuales
profesionales. Esa organización, gestada a partir del modelo establecido por
Benito de Nursia en el siglo VI, alcanzó una extraordinaria difusión como
proveedora de los servicios ideológicos, técnicos y culturales que demandaba la
sociedad feudal, cuyo desarrollo alcanzó su cúspide en el siglo XII.
La universidad entra en escena al iniciarse la Baja Edad
Media. Su primer desarrollo – y posterior estancamiento – hace parte del
proceso de crisis de la sociedad feudal. En efecto, si bien aquellas primera
universidades compartían una fuerte impronta religiosa – con la teología como
disciplina principal, y el derecho, la medicina y la administración como opciones
formativas principales -, su existencia venía a satisfacer una demanda que excedía
el alcance de los monasterios: la de formación de cuadros técnicos para atender
las necesidades de nuevo tipo derivadas de las transformaciones económicas en
curso en el reino de aquel mundo, que eventualmente conducirían a la transición
del feudalismo al capitalismo.
Aquella universidad tuvo una participación muy limitada en
los dos procesos más relevantes de esa transición en el plano ideológico y
cultural: la Reforma protestante y el desarrollo de la ciencia como campo
específico de actividad productiva. El control eclesial marginó en gran medida
del primero, y limitó severamente su participación en el segundo, al punto en
que ninguno de los grandes logros científicos obtenidos entre el siglo XVI y la
primera mitad del XIX – incluyendo la formulación de la teoría de la evolución
mediante la selección natural, por Darwin y Wallace – aparece vinculado a
instituciones universitarias.
En realidad, las universidades modernas entran en escena a
partir de mediados del siglo XIX, cuando la maduración de la Revolución
Industrial, la economía de mercado y el Estado capitalista generan una demanda
de cuadros técnicos especializados que las Academias y Sociedades Científicas
señoriales creadas en los siglos XVII y XVIII no podían satisfacer. Así, el
capitalismo revitaliza a la universidad al vincularla de nuevo a las tareas
prácticas del desarrollo histórico, como un fósil cultural viviente, dotado de
algún prestigio pero carente de significación verdadera.
Con todo, esa revitalización fue también una transformación.
La economía pasa a ser la nueva disciplina central, como corresponde a un mundo
organizado para la acumulación de ganancias antes que para la salvación del
alma, mientras la vieja organización académica en tríviums y quatriviums dio
paso a otra, estructurada en facultades de ciencias naturales, ciencias
sociales y humanidades.
Esa universidad moderna, a su vez, ingresó desde mediados del
siglo XX en una crisis que ya es irreversible. Si en el XIX fue necesaria una
organización autónoma para la formación de cuadros técnicos y ofrecer servicios
científicos, culturales e ideológicos especializados, a comienzos del XXI las
universidades de verdadero éxito son aquellas que han sabido encarar la demanda
de una gestión nueva del conocimiento vinculándose de manera cada vez más
estrecha con todas las partes interesadas en el desarrollo de soluciones
glocales a los problemas que emergen en el proceso de globalización.
Esas universidades no tienen mayor éxito porque sus Estados
nacionales sean más generosos, sino porque han sabido insertarse de manera
mucho útil y productiva en una circunstancia cada vez más distinta a la de sus
orígenes. Así, por ejemplo, la Ciudad del Conocimiento creada por el Emirato de
Dubai mediante enormes inversiones en infraestructura y contratación de
servicios académicos y científicos no ha logrado poner en uso la mitad de sus
instalaciones, y dista mucho de haberse convertido en un centro relevante de
gestión del conocimiento en la economía global.
Hoy, la calidad de la universidad refleja en una importante
medida la de la empresa privada y de la organización estatal en cada sociedad.
Cuando la misión de la universidad parece ser - en términos prácticos - proveer
profesionales baratos para un sector privado que subsiste de franquicias y
subsidios, y una burocracia estatal tan ineficiente como frondosa, resulta evidente
que todas las partes se complementan. Por lo mismo, el problema de la
universidad en nuestros tiempos no consiste en administrar su propia
obsolescencia, sino en transitar con claridad de miras y entorno hacia una
relación nueva entre la economía, la sociedad y la gestión del conocimiento en
una circunstancia histórica inédita.
Los monasterios
cistercienses cumplieron un importante papel en la consolidación y el progreso
de la sociedad medieval, como lo cumplieron las universidades liberales de mediados
del XIX en su relación con el primer capitalismo industrial. Hoy podemos entender
con mucha mayor claridad las transformaciones en curso en las estructuras y
modalidades de gestión del conocimiento que emergen en el desarrollo de la
economía global. Por lo mismo, el debate que hace falta hoy es el destinado a
objeto definir la sociedad que deseamos, para identificar el papel que la
universidad puede cumplir en el proceso necesariamente colectivo de construirla.
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