Panamá: Nota
sobre las transformaciones en curso en la sociedad y el Estado
Guillermo
Castro Herrera
En el análisis de la formación y las transformaciones de las estructuras y
las prácticas sociales tienen especial importancia dos tipos de proceso
histórico distinto, estrechamente relacionados entre sí. El primero corresponde
a procesos organizados en torno a estructuras de larga duración, como las
derivadas de la función de tránsito desempeñada por el territorio de Panamá en la formación y
desarrollo del mercado mundial desde el siglo XVI. El segundo, a procesos de
transición entre momentos distintos de organización de la vida social.
A lo largo de estos procesos, los diversos elementos de la vida social
cosas dejan de ser lo que habían sido en un período anterior, cambian a ritmos
con frecuencia muy desiguales – a menudo acompañadas por formas aberrantes de
ejercicio de la política -, y terminan por desembocar en estructuras generales
de una calidad distinta a la precedente. Nuestra sociedad se encuentra hoy
inmersa en un proceso de ese tipo.
No es el primero, por supuesto. Uno ocurrió a lo largo del siglo XVI,
cuando el Istmo transitó desde una situación de desarrollo humano separado del
mercado mundial, a otra de desarrollo integrado al de ese mercado. Otro tuvo
lugar durante el período de adhesión a la Gran Colombia, en cuyo marco ocurrió
nuestra transición desde la condición de dominio de la Corona española a la de
Estado nacional independiente. Y otro más tuvo lugar a lo largo del siglo XX,
que llevó a ese Estado desde su condición semicolonial de origen hasta la de
Estado nacional en vías de maduración, en que se encuentra hoy.
Las contradicciones inherentes a la maduración de ese Estado y de su
sociedad constituyen el aspecto principal del proceso de transformación que
encaramos hoy. Este proceso se expresa en una serie de transformaciones en
curso, de entre las cuales cabe mencionar por ejemplo las siguientes:
1.
La transformación de una economía de
enclave, articulada en torno a un canal vinculado a la economía interna de
los Estados Unidos, y
dotada apenas de un sector agropecuario atrasado, y de una Zona de Libre
Comercio y un Centro Financiero Internacional volcados hacia el exterior, que
hoy se estructura a partir de una Plataforma de Servicios Globales en pleno
desarrollo, y de un mercado de servicios ambientales en proceso de formación.
2.
La incorporación a la vida nacional de
nuevos sectores emergentes – desde corporaciones transnacionales hasta
movimientos indígenas y de trabajadores -, que se combina con la declinación de
actores tradicionales de gran influencia ayer apenas, como las organizaciones
empresariales, gremiales y sindicales forjadas al interior de la vieja sociedad
semicolonial.
3.
La transformación de una sociedad de
fuertes valores rurales y estrechos vínculos entre los sectores populares y
capas medias profesionales de origen reciente, en otra de carácter urbano, de
gran desigualdad estructural, que aún se encuentra en el proceso de construir
su nueva identidad.
4.
La transformación de los pobres de la
ciudad y el campo desde una situación de aceptación más o menos pacífica de su
condición de marginalidad hacia otra de creciente voluntad y capacidad para
reclamar mejores condiciones de vida, a partir de la actividad tanto de
sectores de trabajadores urbanos cada vez mejor educados y organizados, como
del incremento en el número y las mejoras en la educación y la organización de
grupos antes marginales, como los pueblos originarios.
5.
La creciente vinculación de nuestros
movimientos sociales a la vida política de la región, que deja atrás un
prolongado período de aislamiento parroquial y abre posibilidades inéditas de
aprendizaje y maduración política a una población que se caracteriza en su
bajísimo nivel de organización y su alto nivel de dependencia de los peores hábitos
del clientelismo político.
6.
El deterioro ideológico, político y
moral de los grupos dirigentes tradicionales y sus organismos de participación
política y concertación social, que han perdido toda capacidad de expresar el
interés general de la nación en un proyecto de desarrollo realmente
alternativo.
En este marco general, en el que todo lo que apenas ayer parecía sólido hoy
se desintegra ante los ojos del país entero, el proceso de transformación del
Estado es por necesidad lento, contradictorio, de apariencia errática, y se
presenta preñado de riesgos de confrontación interna. En ausencia de un bloque
histórico capaz de conducirlo, ese proceso ha operado a partir de tres factores
principales.
El primero ha sido el debilitamiento de la capacidad de gestión de los
grandes organismos estatales a cargo de la atención a demandas sociales
masivas, como las de educación, salud y seguridad social. El segundo, la
multiplicación de agencias con mandatos específicos en sectores como los del
transporte, el agua, la recolección de desechos, la energía, la incorporación
de tecnologías innovadoras a la gestión pública, y la administración de bienes
públicos, como las tierras del Estado. Y el tercero consiste en la creciente
militarización de la fuerza pública, en curso desde fines de la década de 1990,
y su implicación cada vez mayor en proyectos regionales de seguridad y control.
De momento, esto nos ha llevado a la situación – paradójica solo en
apariencia – de que Panamá haya venido a tener en el siglo XXI un gobierno cada
vez más fuerte en un Estado cada vez más débil. Con ello, atravesamos por una
circunstancia caracterizada por la erosión simultánea de la eficiencia del
Gobierno y de la legitimidad del Estado en la tarea de conducir las
transformaciones en curso en el país, que genera un riesgo creciente de anomia
social y política.
Aun así, el nuestro es todavía un tiempo “de ebullición, no de
condensación; de mezcla de elementos, no de obra enérgica de elementos unidos”,
en el que “las especies luchan por el dominio en la unidad del género”, como
dijera del suyo José Martí del
suyo en 1881. En estas circunstancias, el problema mayor que debemos encarar es
el de crear las condiciones que permitan hacer posible lo que ya es percibido
como necesario por sectores cada vez más amplios de nuestra sociedad, cada uno
desde su propia perspectiva de interés.
Frente a todo esto, podemos tener motivos de optimismo bien fundados.
Nosotros, los panameños, hemos sido capaces en el pasado de encarar con éxito
desafíos de tan extraordinaria complejidad como la negociación de los Tratados Torrijos Carter, que pusieron
fin tanto al enclave colonial norteamericano en Panamá, como a la condición
semicolonial de nuestro Estado.
Dado que a fin de cuentas la política es cultura en acto, trabajar con la
gente, y desde ella, será la mejor manera de vincular entre sí las iniciativas
que ya están en marcha en el país, y de proporcionarles la orientación que les
permita contribuir a establecer en Panamá un Estado capaz de representar y ejercer
el interés general de la nación en este momento de su historia. Por eso mismo,
crear las condiciones que permitan a nuestra gente conocerse y ejercerse en la
construcción de una vida justa y buena para todos es, sin duda, el más
importante desafío que encaran hoy los hombres y mujeres de cultura de mi
tierra.
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