viernes, 8 de marzo de 2013

El legado de Hugo Chávez


El legado de Hugo Chávez
Guillermo Castro Herrera

La muerte de Hugo Chávez priva a nuestra América de una de sus voces más características en la primera década del siglo XXI, y de uno de sus espíritus más solidarios. Su inspiración fue Bolívar, como lo fue de José Antonio Páez, el caudillo “sin más escuela que sus llanos, ni más disciplina que su voluntad, ni más estrategia que el genio, ni más ejército que su horda, [que] sacó a Venezuela del dominio español en una carrera de caballo que duró dieciséis años” [1], como lo caracterizara José Martí en 1888, en el momento en que emprendía su retorno a Caracas, tras morir en el exilio en Nueva York en 1873. Y, como Páez, “jamás fue tan grande como el día en que de un pueblo lejano mandó llamar al cura, para que le tomase, ante la tropa, el juramento de ser fiel a Bolívar”.
En el ejercicio de esa lealtad fue – junto a otros compatriotas de su Patria Grande que también han partido ya, como Néstor Kirchner – de los primeros en promover la resistencia más activa a los males del neoliberalismo en nuestra América, y la reconquista de nuestra personalidad política en el concierto de las naciones en esta hora de crisis y creciente desgobierno mundial. De su política interior – tan contraria siempre al dogma de trasladar a las espaldas de los pobres el peso de los problemas generados por economías deformadas hasta la médula misma por la dependencia -, criticada por algunos como mero subsidio a la pobreza, podría decirse lo que reclamaba Martí a la política social de los liberales de su tiempo: “¡Yerra, pero consuela!  Que el que consuela, nunca yerra.” [2] Y de su política exterior sólo cabe decir, también desde Martí, que contribuyó de una manera decisiva a injertar a nuestra América en el mundo, para crecer con él, y ayudarlo a crecer.
Fue tal fue el éxito de esa política de construcción de espacios de equilibrio en un mundo que se desliza hacia el caos, que aun su adversario más eficaz de sus últimos días optó por hacerlo suyo, y llamar a preservarlo, tras haberse sumado en los años iniciales de aquella labor al intento de cercenarla mediante las violencias de un golpe de Estado. Ahora toca a su pueblo todo – el de la mayoría que le dio su apoyo, como el de la minoría que lo adversó - dar fe de su capacidad para preservar lo mejor de esos frutos, para sí mismos y para el mundo, y de ir más allá de los yerros que hubieran podido limitar la eficacia transformadora de su gestión de estadista. Eso, en lo inmediato. Porque en lo trascendente la verdad de ese legado ya está en movimiento, y seguirá andando hasta que deje de serlo.



[1]“Un héroe americano”. La Nación. Buenos Aires, 13 de mayo de 1888. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VIII.

[2] “La futura esclavitud”. La América. Nueva York, abril de 1884. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. XV, 391.

martes, 5 de marzo de 2013

Benedicto y la Cristiandad


Benedicto y la cristiandad
Guillermo Castro H.

Es nuestro deseo que todas las diversas naciones que están sometidas a nuestra Clemencia y Moderación, deben continuar en la profesión de esa religión que fue transmitida a los romanos por el divino apóstol Pedro […] De acuerdo con la enseñanza apostólica y la doctrina del Evangelio, creamos en una sola deidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en igual majestad y en una santa trinidad. Autorizamos a los seguidores de esta ley que asuman el título de católicos cristianos; pero por lo que se refiere a los otros, pues, en nuestro juicio ellos son locos insensatos, decretamos que sean señalados con el ignominioso nombre de herejes, y no pueden pretender dar a sus conventículos el nombre de iglesias. Ellos sufrirán en primer lugar la reprensión de la condena divina y en segundo lugar el castigo de nuestra autoridad que de acuerdo con el deseo del Cielo decidirá infligir.
Teodosio I, Decreto de Tesalónica, 380 a.d.


Descripción: http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/3/31/Nicaea_icon.jpg/250px-Nicaea_icon.jpg
Constantino I preside el Concilio de Nicea, en 325

Flavio Teodosio (347 – 395), Emperador desde 379, reunió en 392  las porciones oriental y occidental del Imperio, y fue el último en gobernarlas como una unidad, pues a su muerte se escindieron de manera definitiva. Su carrera política, como solía ocurrir en la época, se forjó en las guerras civiles propias de un Imperio en descomposición, atravesadas además por el conflicto entre la Iglesia cristiana - legalizada por su predecesor Constantino mediante su Edicto de Milán, en 313 -, y los remanentes de los viejos cultos paganos, que conservaban una importante influencia en el medio rural y entre la vieja aristocracia terrateniente de la época.
No es de extrañar, así, que si en su camino al trono Teodosio fuera tolerante con los paganos, en 380 – una vez que se hubo asegurado el cargo - proclamara al cristianismo como  religión oficial del Imperio, mediante el Edicto de Tesalónica, consolidando su alianza estratégica con una Iglesia ya organizada a escala del Imperio entero, sin cuya colaboración activa era imposible dirigirlo. El Edicto, en efecto, renovó  y amplió el respaldo oficial a la Iglesia en su lucha contra el paganismo, cuyas primeras manifestaciones se habían producido tras la legalización del cristianismo en 313 por el Emperador Constantino, mediante el Edicto de Milán.
A partir de allí, el conflicto con el paganismo en el ámbito imperial se prolongaría hasta el siglo VI, con la persecución de creyentes y sacerdotes; el saqueo y destrucción de templos y sitios de culto, y un agresivo programa de construcción de templos cristianos, siempre al amparo de las leyes y autoridades imperiales. La energía desplegada por la Iglesia en ese proceso de confrontación – que se remontaba a los orígenes del cristianismos – fue atribuida por el historiador inglés Edward Gibbon, en su obra clásica Decadencia y Caída del Imperio Romano, a “las cinco causas siguientes”:

I) el inflexible, y si se nos permite la expresión, intolerante celo de los cristianos, heredado, es verdad, de la religión judía, pero purificado del espíritu estrecho e insaciable que, en lugar de atraer, disuadía a los paganos de abrazar la ley de Moisés; II) la doctrina de la vida venidera, mejorada con cuantas circunstancias pudieran dar peso y eficacia a tan importante verdad; III) el poder milagroso atribuido a la Iglesia primitiva, IV) la moralidad austera y pura de los cristianos; V) la unión y disciplina de la república cristiana, que gradualmente formó un Estado próspero e independiente en el corazón del Imperio Romano.[1]

Del siglo VI en adelante, aquella “república cristiana” vendría a convertirse, en la porción Occidental del Imperio, en la Iglesia universal de un universo cada vez más fragmentado por la descomposición de las estructuras de poder a las que había atado su destino doscientos años antes, y de las que ella vino a ser la única porción sobreviviente. Esa Iglesia, organizada en una estructura de claro legado imperial, y estructurada territorialmente en obispados, monasterios y centros de culto distantes pero vinculados entre sí, desempeñó un papel decisivo en la tarea de civilizar, organizar y encauzar las energías y violencias de los nuevos reinos que emergían de las ruinas del Imperio en torno a un proyecto común: la expansión constante de un espacio de cristiandad, con base en Europa Occidental y sin otro límite que el de la convicción, las capacidades y el interés de sus gobernantes.
Para fines del siglo VIII, ese proyecto alcanzó su primera gran expresión en el Imperio de Carlomagno, tanto en lo que éste intentó llevar a cabo en la organización y defensa de sus territorios, como en sus guerras de evangelización contra los pueblos paganos del Norte y el Este de sus dominios. Así, dice Richard Fletcher en su obra sobre la conversión de los bárbaros del Noreste de Europa en la Alta Edad Media:

Lo que hizo Carlomagno fue estrechar aún más el vínculo entre el imperialismo secular y el espiritual. Dadas su energía y sus recursos, el podía ejercer ambos con una nueva intensidad y a una escala sin precedentes; y más aun, como en Sajonia, con una brutalidad desconocida hasta entonces. Por primera vez en la historia cristiana, una actividad misionera auspiciada por el Estado utilizó desvergonzadamente la fe como un medio para subyugar a un pueblo conquistado. Hoy sabemos, como Carlos no pudo saber, que esta conquista de Sajonia proveería antecedentes para desagradables episodios en la Prusia del siglo XIII o en México en el XVI.[2]

            El éxito de Carlomagno – coronado Emperador del Sacro Imperio Romano Germano por el Papa León XIII en Roma, en la Navidad de 800 -, inauguró así una modalidad de relación entre la Iglesia imperial y el Imperio eclesial que se prolongaría a través de violencias como las de la cruzada promovida por el Papa Inocencio III contra los cátaros del Suroeste de Francia (1209 – 1244); las promovidas para disputar el control de Siria y Palestina a los musulmanes entre 1095 y 1291, y otras convocadas en distintos momentos contra los eslavos paganos, los judíos, los cristianos ortodoxos, los mongoles y, en lo general, contra los enemigos políticos del proyecto de cristiandad.
            El ciclo expansivo vendría a culminar en una doble espiral de violencia y crisis gestada en el siglo XVI. Por una parte, en la Conquista de América para el proyecto de Cristiandad, entre 1500 y 1550. Por otra, en la descomposición del propio proyecto a partir de la Reforma protestante proclamado por Martín Lutero a partir de 1517, rápidamente transformada en una serie de guerras civiles dentro de la antigua república cristiana, que terminó condenando al Vaticano a una permanente actitud defensiva, contra el protestantismo, primero; contra el liberalismo, después; contra el socialismo, en seguida, y contra sus propias disidencias internas desde fines del siglo XX.
            Cada una de esas resistencias tuvo un Papa que la simbolizó. Benedicto XVI, como ninguno, fue el símbolo de la última. El alcance de su renuncia, en esta perspectiva, va mucho más allá de la reforma de normas y procedimientos eclesiales en materia de celibato sacerdotal, moral sexual, sacerdocio femenino o compromiso con los pobres. El problema, aquí, consiste en recuperar para sí misma un lugar y una función en un mundo que tanto ha cambiado de 380 acá. La alternativa a ese desafío mayor ha sido señalada con toda claridad por el teólogo Hans Küng, otro de los sancionados por el Cardenal Ratzinger cuando aún se desempeñaba como responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe:

Si el próximo cónclave llegase a elegir a un papa que siga el mismo, viejo camino, la Iglesia nunca experimentará una nueva primavera sino que caerá en una nueva era del hielo y correrá el peligro de quedar reducida a una secta crecientemente irrelevante.[3]

Así las cosas, quizás sea éste después de todo el inicio del último acto de la cristiandad y, quizás también, el comienzo del renacer de la promesa de igualdad, fraternidad y libertad que en su momento de origen ofreció a la Humanidad el cristianismo.



[1] Turner, Madrid, 2006. I, 338.
[2] The Barbarian Conversion. From paganism to christianity. University of California Press, 1999, p. 195. Cursiva: gch
[3] Granovsky, Martín: “No estoy jugando con metáforas. Cuando la Inquisición sentó a Boff en la silla de Giordano Bruno y Galileo”

Constantino en el año de Benedicto


Constantino en el año de Benedicto
Guillermo Castro H.

“Benedicto XVI se convierte en el séptimo Pontífice -o el quinto, según otras fuentes- que "renuncia" al Papado, tras hacerlo San Ponciano (año 235), San Silverio (537), Martin I (1044), Benedicto IX (1045), Celestino V (1294) y Gregorio XII (1415).[…] La historia de estas dimisiones, así como la historia de los papas, está plagada de turbulencias, intrigas, nepotismos e incluso crímenes. Sólo entre los siglos IX y XI (del año 882 al 984) unos nueve papas desaparecieron por la fuerza de la Silla de Pedro, envenenados unos, estrangulados o acuchillados otros, y el resto obligados al destierro.”
Rafael Plaza: “Un Vaticano corrupto y tenebroso obligó a dimitir a Benedicto XVI”
www.publico.es

Flavio Valerio Aurelio Constantino (c. 272 – 337)[1] fue Emperador de los romanos desde su proclamación por sus tropas el 25 de julio de 306, y hasta su muerte. Su gobierno puso orden en un Imperio devastado por guerras civiles, de las que él emergió triunfante. Ese orden incluyó establecer la monarquía absoluta, hereditaria y por derecho divino; imponer legislación que ataba a los campesinos a la tierra y a los artesanos a sus oficios – rasgos que vendrían a ser dominantes en la economía feudal -, y legalizar el culto cristiano, asociando la organización eclesial a la burocracia imperial, y abriendo paso a la declaración del cristianismo como religión oficial del Imperio por su sucesor Teodosio, en 380.
En el año 313, Constantino decretó en Milán, en conjunto con su cuñado y aliado Licinio, el fin de las persecuciones y las restricciones a la práctica del cristianismo en el Imperio. Con ello culminaban tres siglos de una relación conflictiva que entre 303 y 311, durante el reinado de Diocleciano, predecesor de Constantino, había dado lugar a severas medidas represivas contra las organizaciones cristianas y sus creyentes. Pero, y sobre todo, de esa manera se sentaron las bases de una alianza entre Constantino y las iglesias cristianas, que contribuyó de manera decisiva no sólo a su lucha por el poder, sino a su programa de reordenamiento y consolidación del Imperio.
El Decreto de Milán, en efecto, abrió paso a la derogación de las restricciones al culto cristiano, a la devolución a la Iglesia de las propiedades que le habían sido confiscadas, y a la incorporación de los cristianos a las altas magistraturas del gobierno.
Aun así, Constantino no patrocinó únicamente al cristianismo. El Arco de Constantino, erigido tras su victoria en la Batalla del Puente Milvio, está decorado con imágenes de dioses como ApoloDiana, y Hércules, y no contiene ningún simbolismo cristiano. En 321, decretó que los cristianos y los no cristianos debían observar juntos el "día del sol" – el Día del Dóminus de los latinos, Sun Day de los anglosajones -, que hacía referencia al culto al Sol Invictus, como expresión de la dignidad imperial, representada en el halo solar que rodeaba las representaciones de la cabeza del Emperador.
En ese marco, Constantino convocó en 325 el Primer Concilio de Nicea, movido por la preocupación de que las disputas religiosas que caracterizaron al cristianismo primitivo afectaran la unidad del Imperio. Allí se formaron la veneración a María, las imágenes, la Trinidad, la naturaleza de Cristo, y otras creencias que serían dogmáticas luego.
El de Nicea fue el primer Concilio Ecuménico (universal), con la participación de alrededor de 300 obispos, del millar por entonces existente en todo el Imperio, cuyo transporte, alojamiento y alimentación corrieron a cuenta del Estado. El encuentro permitió formalizar la relación estado-iglesia que permitiría la expansión del cristianismo con una vitalidad inédita. Constantino, que supo retener el título de pontifex maximus - que los emperadores romanos llevaban como cabezas visibles del sacerdocio pagano - inauguró el concilio con un discurso inicial, ataviado con telas y accesorios de oro, para demostrar el poderío del Imperio por un lado, y su especial interés en el concilio, por el otro.
A este apoyo correspondió la Iglesia con un indeclinable respaldo al Emperador, que se prolonga en las leyendas creadas para justificarlo. Así, por ejemplo, la de la visión de una cruz sobrepuesta al sol cuando marchaba con sus soldados a la batalla, seguida de un sueño en el que se le ordenaba poner incorporar la cruz a su estandarte, con la inscripción «In hoc signo vinces» (“Con este signo vencerás”).  Así también la que, en el siglo VIII, atribuyó al Emperador una Donación de Constantino”, que ponía en manos del Papa el gobierno temporal sobre RomaItalia y el occidente al papa, desenmascarada en el siglo XV por el experto filólogo y humanista Lorenzo Valla.
Con todo, Constantino, hombre pragmático, mantuvo vínculos políticos con la aristocracia imperial pagana hasta el final de su vida, y sólo fue bautizado en su lecho de muerte, en el año 337. Y ese pragmatismo se expresa también, sin duda, en las violencias inherentes a la conquista y preservación de su cargo por el Emperador. Así, por ejemplo,  en 325 ordenó la ejecución de su cuñado el Emperador romano de Oriente Licinio, y en 326 las de su hijo mayor, Crispo, y su segunda esposa, Fausta.
De todo ello resultó, a fin de cuentas, una Iglesia imperial, por un lado, y un Emperador eclesial, por el otro. Y ese resultado mueve a pensar que si el Emperador Diocleciano no pudo someter a los cristianos mediante la persecución, Constantino tuvo sin duda mayor éxito mediante la corrupción característica de un poder político así obtenido y ejercido.
Hasta hoy, en efecto, todos los signos externos del poder en el Vaticano - desde el ropaje color púrpura de los cardenales hasta el título de Pontífice que se otorga al Papa, pasando por el solio, el palio, el lábaro y la pompa - son de origen imperial, y han sido preservados con un cuidado notable. Pero la forma concreta, como sabemos, es siempre la de un contenido puntual y, por lo que se va sabiendo de la política interna del Vaticano a raíz de la renuncia de Benedicto XVI, se descubre que junto a los signos imperiales persistieron, también, muchos de los vicios del Imperio.
Aun así, Jesús el Cristo - el único participante en esta trama de dos mil años carente de bienes y ambiciones terrenales - sigue siendo el símbolo de la que Gramsci consideraba la primera gran revolución en la historia de la Humanidad: aquella que democratizó el derecho a la fraternidad universal en lo social; abrió el camino al planteamiento de la igualdad como un problema práctico, en lo político, y estableció la responsabilidad del individuo por las consecuencias de sus decisiones y sus actos, en lo ideológico. Quizás, con todo esto a la vista, podamos decir que toda meta es a fin de cuentas un nuevo punto de partida. Más, incluso, si ese punto de partida consiste en la crisis desatada – que no creada – por la renuncia al cargo de Papa de Benedicto XVI, un hombre cuyas características morales intelectuales habían venido a hacer de él, como lo señalar Mario Vargas Llosa, “un anacronismo dentro del anacronismo en que se ha ido convirtiendo la Iglesia.”
El tiempo ha dicho. El tiempo dirá.

Panamá, 25 de febrero de 2013



[1] Los datos históricos han sido obtenidos de http://es.wikipedia.org/wiki/Constantino_I_(emperador), donde puede ser consultados en detalle.