martes, 13 de noviembre de 2012

Tiempos nuevos, Estado nuevo. Panamá en las vísperas del 2010.


Tiempos nuevos, Estado nuevo.
Panamá en las vísperas de 2010.
Guillermo Castro H.

Se dice desde hace mucho que la política es el arte de lo posible. En esa misma perspectiva, cabría decir que la administración es el arte de crear las condiciones que hagan posible aquello que el desarrollo de la sociedad revela ya como necesario. Comprender de esta manera el vínculo entre administración y política tiene especial importancia en países en los que el desarrollo se manifiesta en formas heterogéneas y contradictorias, que tienden a acentuar los conflictos internos sin llegar a crear realmente las premisas para su pronta solución. Y aunque esto no es privativo de los países más afectados por las asimetrías de la interdependencia global, es en ellos donde esos conflictos suelen manifestarse de manera más aguda y más compleja.
Esta situación se acentúa en casos como el de Panamá, donde está en curso un proceso de transición entre un país que ya no existe, y otro que aún se encuentra en construcción. Aquí, en efecto, la sociedad y su administración pública se encuentran desde hace ya una década en el proceso de pasar de un Estado concebido para promover un estilo de desarrollo protegido al margen de un enclave de capital monopólico estatal extranjero – no fue otra cosa la antigua Zona del Canal – a otro, nuevo, que fomente un estilo de desarrollo abierto, organizado a partir de la Plataforma de Servicios Transnacionales que viene tomando forma en el entorno de la vía interoceánica.
Hoy, los desencuentros y las diferencias de ritmo entre los diversos sectores de la vida nacional en el marco de dicho proceso explican los graves problemas que aquejan a los servicios públicos que el Estado debe ofrecer en materia de educación, salud, seguridad y transporte. Esos servicios, en efecto, se encuentran a cargo de instituciones que fueron diseñadas para cumplir sus funciones en una circunstancia social, económica, cultural y demográfica que ya no existe, y tendrán que ser objeto de una re - creación, de un alcance no menor – y de una complejidad mucho mayor – que el de los esfuerzos equivalentes llevados a cabo en el pasado por las administraciones encabezadas por estadistas como Belisario Porras, Harmodio Arias y Omar Torrijos Herrera.
De lo que se trata hoy, en efecto, no es tanto de administrar con mayor eficiencia una estructura consolidada, sino y sobre todo de fomentar y orientar de manera eficaz la formación de las nuevas estructuras de gestión que el desarrollo del país requiere. Son muchos ya los problemas que el viejo Estado ya no puede resolver, pero el mayor de todos consiste, sin duda alguna, en que las estructuras de gestión pública – y las mentalidades correspondientes a las mismas – perdieron hace mucho la capacidad que alguna vez tuvieron para propiciar la formación de tejido social nuevo, que permita al Estado actuar en acuerdo de conjunto con la ciudadanía, y que permita a la ciudadanía ejercer un verdadero control social de la gestión estatal.
En esta circunstancia, convendría empezar por un examen atento de experiencias y logros muy valiosos que ya han sido obtenidos en esta transición. En lo que respecta a la cooperación entre el ámbito privado y el sector público para ofrecer soluciones innovadoras a problemas nuevos, por ejemplo, la Ciudad del Saber es un caso destacado. En lo que respecta a la oferta de servicios internacionales de gran complejidad, la Autoridad del Canal de Panamá ya es, sin duda, el más destacado caso de innovación exitosa en el país.
Hay mucho que hacer, en verdad, y mucho que aprender. Para encarar con éxito el desafío de la transición hacia un Estado nuevo, conviene recordar que el mejor camino es el que nos lleve desde lo que somos a lo que aspiramos a ser. Aquí, ahora, no basta crecer en el mundo. Hay que ir más allá. Hay que crecer con el mundo, para ayudarlo a crecer y cambiar de un modo que nos permita colaborar a todos en la superación de las estructuras globales, regionales y locales que generan la desigualdad en el acceso a los frutos del progreso, y renuevan sin cesar – entre nosotros y en torno nuestro – los obstáculos al desarrollo que surgen de la pobreza, la incultura y el atraso.
Esto tiene especial importancia, además, porque nuestros problemas ya no son administrativos, sino políticos. Por lo mismo, demanda la creación – justamente – de las condiciones necesarias para establecer una administración nueva, mucho más ágil, mucho más participativa: en breve, mucho más democrática. Hasta ahora, en campos como los de la provisión de servicios de educación y de salud, el esfuerzo nacional se ha orientado mucho más a preservar que a transformar las estructuras de gestión que hemos heredado del viejo Estado proteccionista. Y esto nos ha llevado al intento imposible de encarar, contra los vientos y mareas de los tiempos nuevos, los problemas del mañana desde las mentalidades del anteayer.
Ante todo esto, hay que ser creativos, sin duda. Pero la creatividad sólo será útil en la medida en que hunda sus raíces en la realidad que debemos transformar. Hay que tener extremo cuidado aquí con la transformación de las experiencias de otros en modelos a imitar por nosotros. A ese cuidado se debe, por ejemplo, el gran éxito de Singapur y de Corea del Sur. El primero, por haber adoptado la estrategia de desarrollo más adecuada para una economía que carece de agricultura y de una amplia reserva de mano de obra barata. El segundo, por haber resuelto primero en un mismo empeño los problemas – íntimamente relacionados entre sí – del atraso agrario y el atraso industrial, mediante una reforma agraria que garantizó el abastecimiento de alimentos para los trabajadores de la industria urbana, y creó al mismo tiempo un mercado de trabajo para los hijos de los campesinos, y un mercado rural para la producción industrial. Y ambos, además, llevaron a cabo la tarea gracias a la consolidación de un Estado nacional que ha sido fuerte en la medida en que ha sido eficaz.
¿Cómo será el nuevo Estado panameño? Es difícil imaginarlo en detalle en las actuales circunstancias, tan marcadas por el conflicto entre lo nuevo que emerge, y lo viejo que se resiste a desaparecer. Aun así, cabe imaginar que no será simplemente el Estado que resulte más adecuado para llevar a su culminación los primeros grandes logros de nuestra transición, como la creación de una verdadera plataforma de servicios transnacionales en torno al Canal, y la proyección de un nuevo lugar de Panamá en la economía mundial que hoy se reconstituye en torno a la cuenca del Pacífico Norte. Además, y sobre todo, deberá ser el Estado que resulte más capaz de encarar, encauzar y convertir en una fuerza transformadora toda la enorme energía social que surge de la acentuación de las desigualdades y los conflictos internos de nuestra propia sociedad. Este ha de ser, por necesidad, el punto de partida de un debate que entre nosotros apenas empieza.



lunes, 12 de noviembre de 2012

Nota sobre el país que viene


Panamá: Nota sobre las transformaciones en curso en la sociedad y el Estado
Guillermo Castro Herrera

En el análisis de la formación y las transformaciones de las estructuras y las prácticas sociales tienen especial importancia dos tipos de proceso histórico distinto, estrechamente relacionados entre sí. El primero corresponde a procesos organizados en torno a estructuras de larga duración, como las derivadas de la función de tránsito desempeñada por el territorio de Panamá en la formación y desarrollo del mercado mundial desde el siglo XVI. El segundo, a procesos de transición entre momentos distintos de organización de la vida social.
A lo largo de estos procesos, los diversos elementos de la vida social cosas dejan de ser lo que habían sido en un período anterior, cambian a ritmos con frecuencia muy desiguales – a menudo acompañadas por formas aberrantes de ejercicio de la política -, y terminan por desembocar en estructuras generales de una calidad distinta a la precedente. Nuestra sociedad se encuentra hoy inmersa en un proceso de ese tipo.
No es el primero, por supuesto. Uno ocurrió a lo largo del siglo XVI, cuando el Istmo transitó desde una situación de desarrollo humano separado del mercado mundial, a otra de desarrollo integrado al de ese mercado. Otro tuvo lugar durante el período de adhesión a la Gran Colombia, en cuyo marco ocurrió nuestra transición desde la condición de dominio de la Corona española a la de Estado nacional independiente. Y otro más tuvo lugar a lo largo del siglo XX, que llevó a ese Estado desde su condición semicolonial de origen hasta la de Estado nacional en vías de maduración, en que se encuentra hoy.
Las contradicciones inherentes a la maduración de ese Estado y de su sociedad constituyen el aspecto principal del proceso de transformación que encaramos hoy. Este proceso se expresa en una serie de transformaciones en curso, de entre las cuales cabe mencionar por ejemplo las siguientes:
1.        La transformación de una economía de enclave, articulada en torno a un canal vinculado a la economía interna de los Estados Unidos, y dotada apenas de un sector agropecuario atrasado, y de una Zona de Libre Comercio y un Centro Financiero Internacional volcados hacia el exterior, que hoy se estructura a partir de una Plataforma de Servicios Globales en pleno desarrollo, y de un mercado de servicios ambientales en proceso de formación.
2.        La incorporación a la vida nacional de nuevos sectores emergentes – desde corporaciones transnacionales hasta movimientos indígenas y de trabajadores -, que se combina con la declinación de actores tradicionales de gran influencia ayer apenas, como las organizaciones empresariales, gremiales y sindicales forjadas al interior de la vieja sociedad semicolonial.
3.        La transformación de una sociedad de fuertes valores rurales y estrechos vínculos entre los sectores populares y capas medias profesionales de origen reciente, en otra de carácter urbano, de gran desigualdad estructural, que aún se encuentra en el proceso de construir su nueva identidad.
4.        La transformación de los pobres de la ciudad y el campo desde una situación de aceptación más o menos pacífica de su condición de marginalidad hacia otra de creciente voluntad y capacidad para reclamar mejores condiciones de vida, a partir de la actividad tanto de sectores de trabajadores urbanos cada vez mejor educados y organizados, como del incremento en el número y las mejoras en la educación y la organización de grupos antes marginales, como los pueblos originarios.
5.        La creciente vinculación de nuestros movimientos sociales a la vida política de la región, que deja atrás un prolongado período de aislamiento parroquial y abre posibilidades inéditas de aprendizaje y maduración política a una población que se caracteriza en su bajísimo nivel de organización y su alto nivel de dependencia de los peores hábitos del clientelismo político.
6.        El deterioro ideológico, político y moral de los grupos dirigentes tradicionales y sus organismos de participación política y concertación social, que han perdido toda capacidad de expresar el interés general de la nación en un proyecto de desarrollo realmente alternativo.
En este marco general, en el que todo lo que apenas ayer parecía sólido hoy se desintegra ante los ojos del país entero, el proceso de transformación del Estado es por necesidad lento, contradictorio, de apariencia errática, y se presenta preñado de riesgos de confrontación interna. En ausencia de un bloque histórico capaz de conducirlo, ese proceso ha operado a partir de tres factores principales.
El primero ha sido el debilitamiento de la capacidad de gestión de los grandes organismos estatales a cargo de la atención a demandas sociales masivas, como las de educación, salud y seguridad social. El segundo, la multiplicación de agencias con mandatos específicos en sectores como los del transporte, el agua, la recolección de desechos, la energía, la incorporación de tecnologías innovadoras a la gestión pública, y la administración de bienes públicos, como las tierras del Estado. Y el tercero consiste en la creciente militarización de la fuerza pública, en curso desde fines de la década de 1990, y su implicación cada vez mayor en proyectos regionales de seguridad y control.
De momento, esto nos ha llevado a la situación – paradójica solo en apariencia – de que Panamá haya venido a tener en el siglo XXI un gobierno cada vez más fuerte en un Estado cada vez más débil. Con ello, atravesamos por una circunstancia caracterizada por la erosión simultánea de la eficiencia del Gobierno y de la legitimidad del Estado en la tarea de conducir las transformaciones en curso en el país, que genera un riesgo creciente de anomia social y política.
Aun así, el nuestro es todavía un tiempo “de ebullición, no de condensación; de mezcla de elementos, no de obra enérgica de elementos unidos”, en el que “las especies luchan por el dominio en la unidad del género”, como dijera del suyo José Martí del suyo en 1881. En estas circunstancias, el problema mayor que debemos encarar es el de crear las condiciones que permitan hacer posible lo que ya es percibido como necesario por sectores cada vez más amplios de nuestra sociedad, cada uno desde su propia perspectiva de interés.
Frente a todo esto, podemos tener motivos de optimismo bien fundados. Nosotros, los panameños, hemos sido capaces en el pasado de encarar con éxito desafíos de tan extraordinaria complejidad como la negociación de los Tratados Torrijos Carter, que pusieron fin tanto al enclave colonial norteamericano en Panamá, como a la condición semicolonial de nuestro Estado.
Dado que a fin de cuentas la política es cultura en acto, trabajar con la gente, y desde ella, será la mejor manera de vincular entre sí las iniciativas que ya están en marcha en el país, y de proporcionarles la orientación que les permita contribuir a establecer en Panamá un Estado capaz de representar y ejercer el interés general de la nación en este momento de su historia. Por eso mismo, crear las condiciones que permitan a nuestra gente conocerse y ejercerse en la construcción de una vida justa y buena para todos es, sin duda, el más importante desafío que encaran hoy los hombres y mujeres de cultura de mi tierra.

Panamá en transformación


Panamá en transformación

La sociedad panameña está inmersa en un proceso de transformación que sólo podría ser comparado al que conoció  en las primeras décadas del siglo XX.
Esa transformación es consecuencia de la incorporación del Canal a la economía interna, que ha llevado hasta sus últimas consecuencias el viejo modelo de desarrollo transitista imperante en Panamá.
De ello ha resultado - tras el caos aparente de los cambios en curso - la formación de una compleja plataforma de servicios globales, y de un mercado emergente de servicios ambientales.
El cambio económico, como suele ocurrir, ha operado a velocidad mucho mayor que el cultural, y aún está pendiente de encontrar expresión adecuada en lo político y en lo social.
Ya no somos lo que fuimos, y no sabemos realmente hacia dónde nos encaminamos.
Pero el proceso está en marcha, y una sola cosa es cierta: que no hay un pasado al cual regresar, sino únicamente alternativas de futuro entre las cuales optar, si es que somos capaces de identificarlas, y encararlas en sus dificultades como en sus promesas.
En su momento, tendremos un nuevo Harmodio Arias que encauce este torrente hacia meandros más productivos.
Esto, me parece, es lo real.
Y me lo parece más sobre todo porque, en particular en política, lo real es lo que no se ve.
He seguido reflexionando sobre el tema, gracias a su interés.
En realidad, estamos viviendo un período de transformaciones extraordinariamente complejas, que marchan además a velocidades distintas y se contradicen entre sí.
A primera vista, podría parecer que vivimos tiempos que se repiten, en espiral o en círculo.
En realidad, ocurre todo lo contrario.
Vivimos tiempos inéditos en nuestra historia, empezando por el hecho de que nunca antes, jamás, había estado la sociedad panameña en control de su principal recurso económico y tecnológico, y en la posibilidad de empezar a definir por sí misma su lugar en la economía global, y sus opciones para ocuparlo y ejercerlo.
En ese proceso, nuestra economía ha experimentado una rápida transformación, que en lo más visible se expresa en tres factores: la liquidación de todo un sector de empresas de capital local - industriales, comerciales, de servicios y de agronegocios -, adquiridas por empresas transnacionales; la formación de una plataforma de servicios globales, uno de cuyos componentes más importantes - y menos visibles - está formado por el centro regional de empresas transnacionales, que ya incluye las oficinas para América Latina de 73 de éstas y, por supuesto, el programa de inversión pública masiva en el corredor interoceánico, que ya alcanza unos 8 mil millones de dólares según cálculos de Orlando Acosta.
Al propio tiempo, sin embargo, nuestras mentalidades y una parte sustantiva de nuestra organización estatal siguen siendo las que correspondían a la sociedad que fuimos, y no consiguen expresar las posibilidades de sociedad nueva que podemos llegar a ser.
En esta perspectiva, podría decirse que al gobierno actual le ha correspondido la fase de culminación de este proceso, iniciado en realidad a partir de la administración de E. Pérez Balladares y continuado - con altibajos, contradicciones, retrocesos y desviaciones de todo tipo - por las de Moscoso y Torrijos.
En esta fase se exacerban las contradicciones entre los componentes cultural, político, social y económico del proceso.
En lo más visible, esa exacerbación se expresa en la creciente conflictividad de la vida política.
En lo más profundo, se expresa en un fenómeno singular: la presencia de un Gobierno cada vez más fuerte, operando al interior de un Estado cada vez más débil.
Esto ayudaría a entender la contradicción aparente de que el Gobierno pueda utilizar toda su fortaleza, por ejemplo, para adelantar legislación como la minera, pero no cuenta con la capacidad política para conseguir que la sociedad la acate.
Con ello, lo que debería resolverse entre los diputados en el órgano legislativo termina definiéndose entre manifestantes y policías antidisturbios en las calles de todo el país.
En este sentido, la crisis de la institucionalidad adquiere diversas expresiones, pero todas ellas expresan el mismo hecho: que el Estado ha dejado de ser funcional respecto a las tendencias dominantes en el desarrollo general de la sociedad.
La labor de los comunicadores sociales se torna, así, tan especialmente difícil como importante.
Les corresponde una enorme cuota de responsabilidad en lo que hace a propiciar que este proceso discurra mediante la promoción de una cultura de entendimientos, y no de una de enfrentamientos.
Y eso es tanto más difícil cuanto no hay un pasado al cual regresar, sino múltiples futuros posibles a construir.
Por suerte, se trata de una sociedad en la que abunda la gente buena y trabajadora, de gran sensatez y conciencia de sus limitaciones, como de una natural disposición solidaria.
El hecho de que no podamos aún aprovechar a plenitud ese recurso - al punto de que no falte quien ponga en duda su existencia - es, justamente, uno de los mejores indicadores de la necesidad de ir a una completa renovación de nuestra institucionalidad, para lograr finalmente llegar a ser lo que con toda evidencia podemos ser.