jueves, 27 de diciembre de 2012

XXI. Nosotros los de ahora, y los nuestros de entonces


XXI. Nosotros los de ahora, y los nuestros de entonces.
Guillermo Castro H.
Conferencia inaugural en el XIV Congreso Nacional de Sociología
Universidad de Panamá, 16 de agosto de 2012

Para Lourdes, siempre

1929 - 2009
La crisis de 1929 tiene especial importancia para el análisis de la que enfrentamos hoy, al menos en dos sentidos. El primero y más general corresponde a su alcance y su importancia histórica. Con ella, el ciclo de desarrollo liberal clásico, que a partir de 1914 había ingresado en plenitud a su fase imperialista, recibió el impulso final que lo llevaría a desembocar – a través de la II Guerra Mundial, y las que la precedieron en España y China - en la fase de desarrollo del moderno sistema mundial que hoy designamos con el término “globalización”. El segundo tiene un carácter más específico. La gestión de la crisis de 1929 proporcionó un importante modelo de referencia en la formación de varias generaciones de científicos sociales latinoamericanos, en lo relativo a la comprensión del lugar y el papel de la región en los procesos de formación y transformación del sistema mundial.
            Así, para las ciencias sociales latinoamericanas en las décadas de 1950 y 1960, el manejo de la crisis de 1929 fue percibido como exitoso en cuanto había logrado dos importantes objetivos. Uno, contener y revertir su terrible impacto inicial y, otro, conducir al sistema mundial a un escalón superior de desarrollo civilizatorio. En el proceso, la ideología del progreso – sucesora a su vez de la de la civilización, tan cercana a las oligarquías de nuestra América - cedió su lugar a la del desarrollo, más adecuada a un mundo que dejaba de estar organizado en metrópolis y colonias para constituirse en una comunidad de Estados independientes vinculados entre sí por un único mercado mundial. Y, de una manera en nada casual, fue entre nosotros donde el desarrollo vino a convertirse en un cuerpo teórico y un imaginario colectivo determinante en la conducta de nuestras sociedades y sus Estados hasta la década de 1980.
Como todo modelo explicativo, éste contiene imprecisiones. Lo descrito en el párrafo anterior, por ejemplo, corresponde a las formas más visibles de gestión de aquella crisis, tales como la intervención masiva del Estado en la economía, la ampliación de los derechos democráticos de las capas medias y los trabajadores en los Estados nacionales de la época, y la creación de servicios públicos eficientes de salud pública, educación masiva y seguridad social en esos países. John Maynard Keynes, en lo económico, como Franklin Delano Roosevelt en lo político y lo social constituyen sin duda los héroes más relevantes de aquel momento histórico en este nivel de visibilidad.
            Un segundo nivel, que ha ganado en visibilidad en estos tiempos, hace a las dos grandes reformas que conoció el sistema mundial en el camino hacia la superación de la crisis. La primera se refiere a la creación de un verdadero sistema monetario internacional a partir de los acuerdos de Breton Woods, en julio de 1944. La segunda, y más notoria, a la creación del moderno sistema interestatal, estructurado como una Organización de las Naciones Unidas, que pasó de medio centenar de Estados fundadores en octubre de 1945, a casi doscientos medio siglo después.
            Estos dos niveles de visibilidad en la gestión de aquella crisis fueron el resultado, también, de circunstancias que hoy no tienen equivalente. La primera y más notoria en el plano político fue la claridad de las opciones enfrentadas: el liberalismo al centro, con el fascismo a la derecha y el comunismo estalinista a la izquierda, definieron de manera prístina el escenario de la geopolítica mundial entonces. Y a eso cabría agregar la amplitud de los espacios sociales, ambientales y políticos de maniobra conque contaba entonces el sistema mundial, y de los que carece hoy.
La baja presión demográfica de una población muy inferior a la actual, sometida en su mayor parte a un vasto sistema colonial – al que cabía agregar los que en aquellos años eran considerados como “espacios vacíos” de la América Latina -, permitía contar con reservas de recursos humanos y naturales que ya no están disponibles. En lo político, el espacio de maniobra se desplegaba en dos vertientes. Por un lado, el carácter restrictivo de la vieja democracia liberal imperante en las sociedades de capitalismo más maduro estimulaba la construcción de consensos en torno a la ampliación de los derechos ciudadanos de las capas medias y los trabajadores. Por el otro, se desplegaba la lucha por alcanzar esos derechos a través de la conformación de Estados nacionales en las regiones coloniales de Asia, África y Oceanía.
Allí, además – como en nuestra América -, esa lucha por derechos elementales se combinaba con el carácter primario de las expectativas sociales. Si el analfabetismo supera la mitad de la población adulta, la expectativa de vida al nacer no va más allá de los cincuenta años, la industrialización no se ha iniciado y la organización de los trabajadores es una novedad, concesiones relativamente pequeñas por parte de los grupos dominantes en materia de educación, salud y seguridad social pueden producir transformaciones importantes y de impacto duradero en el desarrollo social.
Y estaba, por supuesto, el enorme espacio de maniobra que ofrecía el sistema colonial para un crecimiento económico renovado. Si éste ya había cumplido su función inicial de subsidio masivo al despegue del capitalismo en los países centrales, su reorganización como sistema de economías nacionales pudo ofrecer – como en efecto lo hizo – un enorme impulso al nuevo ciclo de expansión económica que tuvo lugar entre las décadas de 1950 y 1970, hasta desembocar en la creación de algunas de las condiciones previstas por Gramsci a comienzos de la década de 1930, cuando en sus cuadernos de la cárcel anotaba lo siguiente:

Atlántico – Pacífico. Función del Atlántico en la civilización y en la economía moderna. ¿Se trasladará este eje al Pacífico?  Las masas de población más grandes del mundo están en el Pacífico: si China y la India se convierten en naciones modernas con grandes masas de producción industrial, su alejamiento de la dependencia europea rompería el equilibrio actual: transformación del continente americano, traslado desde la orilla atlántica a la orilla del Pacífico del eje de la vida americana, etcétera. Ver todas estas cuestiones en términos económicos y políticos (tráficos, etcétera).[1]

Otros niveles de visibilidad en la gestión de la crisis de 1929, muy cercanos a este comentario de Gramsci, han sido y son mucho menos percibidos. En lo que hace a la geocultura del sistema mundial, por ejemplo, el énfasis en la formación del concepto de desarrollo puede ocultar la maduración de formas complejas de identidad, pensamiento y organización política en la periferia del sistema, que han venido a tener importantes consecuencias hasta hoy. Así, por ejemplo, los casos del pensamiento radical democrático de José Martí (1853 – 1895) en América Latina, sintetizado en su ensayo Nuestra América, de enero de 1891; del pensamiento nacional democrático de Sun Yat Sen (1886 – 1925), en China, sintetizado en los Tres Principios del Pueblo - democracia, nacionalismo y bienestar -, y los del humanismo patriótico de Mahatma Gandhi (1869 – 1948) y Nelson Mandela.
Tampoco recibe la atención debida el hecho de que la transición al sistema internacional a partir de la gestión de la crisis de 1929 dependió en una constante medida del recurso a la violencia y el autoritarismo en su periferia. Convertida primero en zona caliente de la Guerra Fría, pasó a ser después el escenario de los llamados “Estados fallidos”, cuya viabilidad depende de la presencia de fuerzas de ocupación extranjeras. Así, a la secuencia inicial de violencias en Palestina, Corea, Argelia, el África ecuatorial, el Sudeste asiático y América Latina, ha sucedido la situación de conflicto endémico, abierto o soterrado en los Balcanes, el Asia Central, el Medio Oriente, el África sub sahariana, y México y Colombia, por mencionar sólo casos muy visibles.
Hoy, en todo caso, está en crisis lo que resultó de aquellas transformaciones. La crisis financiera de 2008, en efecto, se vio precedida por crecientes dificultades en el funcionamiento de los mecanismos de gestión del sistema internacional. Esta dificultad se hizo evidente ya a principios de la década de 1990, en el intento de conciliar el imaginario del desarrollo en el sistema internacional – expresado en el papel del organismo creado para promoverlo, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo -, con el reconocimiento de la insostenibilidad de ese objetivo que emerge como problema en la Cumbre de la Tierra de 1992.
A esa dificultad de orden ideológico y cultural se agrega, poco después, la de orden político que resulta del fracaso del intento de transitar hacia un sistema internacional organizado en torno a la Organización Mundial del Comercio, como resultado de la resistencia masiva a la versión neoliberal de la globalización. A partir de allí, el proceso de globalización pasó a tener dos voceros enfrentados entre sí: los Foros de Davos y de Porto Alegre. Y si bien el primero expresa la aspiración a una organización mucho más eficiente del desarrollo desigual y combinado a escala mundial, y el otro la demanda de un mundo en el que la equidad y la sostenibilidad se requieran mutuamente para un desarrollo que mereciera ser llamado humano, el enfrentamiento entre ambos - como lo advirtiera Immanuel Wallerstein en 2004 -, no está referido “a si estamos o no a favor del capitalismo como sistema mundial”, si no al hecho de que la que está en cuestión es

en lo más esencial, si el sistema de reemplazo será jerárquico y polarizante (esto es, igual o peor que el sistema actual) o será en cambio relativamente democrático e igualitario. Estas son opciones morales básicas, y estar de uno u otro lado determina nuestras políticas.[2]

XXI
Esta crisis – nuestra crisis - ha venido a expresar, así, el agotamiento de las premisas políticas, culturales y ambientales que habían sostenido la transformación del moderno sistema mundial a partir de la segunda postguerra, y definido el de las ciencias sociales como discurso explicativo de su desarrollo.[3] Por lo mismo, ella se ubica de lleno en el terreno de la hegemonía, en cuanto expresa la incapacidad de la geocultura del sistema mundial para dar cuenta de su contradicción más profunda: la del carácter desigual y combinado del desarrollo que ese sistema organiza, del cual depende para existir, y en cuyo marco debe encarar sus problemas o enfrentar el riesgo de su propia implosión.
La complejidad de esta circunstancia nos obliga – y seguirá haciéndolo – a reexaminar una y otra vez nuestras conclusiones sobre el carácter y el significado de esta crisis en el desarrollo del mundo que hemos conocido. Nos encontramos, así, en una circunstancia muy semejante a la que encaraba la generación de jóvenes revolucionarios latinoamericanos de la que formaba parte José Martí en 1881:

Nacidos en una época turbulenta, arrastrados al abrir los ojos a la luz por ideas ya hechas y por corrientes ya creadas, obedeciendo a instintos y a impulsos, más que a juicios y determinaciones, los hombres de la generación actual vivimos en un desconocimiento lastimoso y casi total del problema que nos toca resolver. […] Establecer el problema es necesario, con sus datos, procesos y conclusiones.- Así, sinceramente y tenazmente, se llega al bienestar: no de otro modo. Y se adquieren tamaños de hombres libres.[4]

            El proceso de globalización ha creado ya, en efecto, opciones de un nuevo tipo – desde ciudades – Estado como Singapur hasta regiones económicas de creciente integración política y ascendiente global, como las de Asia Pacífico y el Mercosur -, cuyos oportunidades y necesidades de desarrollo desbordan las capacidades de las estructuras políticas de cooperación intergubernamental, y de las economías organizadas a partir de mercados nacionales. En ese marco, también, están en marcha nuevos y complejos procesos de concentración y centralización del capital. Asistimos otra vez a la destrucción masiva de empleos y de organizaciones productivas; a incrementos en la productividad derivados de la innovación tecnológica combinada con la sobrexplotación de los trabajadores; a la formación de sectores de actividad económica nueva, como el mercado de servicios ambientales, y al conflicto entre nuevas fracciones del capital.
En nuestra América, en conjunto con - y más allá de- los procesos de reforma democrática y estabilización económica que ocurren en Estados tan diversos como los de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Cuba, Brasil, Chile, Uruguay y Argentina, se acentúa el proceso de reorganización territorial de las economías iniciado en la década de 1990. Nuestra región, cada vez más urbanizada, expande sus fronteras de recursos, organiza como verdaderas biofábricas sus espacios de agroexportación, e intensifica la transformación de la naturaleza en capital natural por los medios más diversos, desde la inversión en megaproyectos de infraestructuras, el desarrollo de nuevas y más eficientes modalidades de inserción en el mercado global de servicios ambiéntales, y la creación de los marcos legales y culturales que esos mercados requieren para operar con eficiencia en el nivel glocal.
Todo esto, naturalmente, se presenta acompañado de una cauda de conflictos entre estructuras de convivencia y modelos de gestión política, social, económica y ambiental viejos y nuevos. Esto abre espacio a la formación de alianzas de estas nuevas fracciones con sectores de capas medias urbanas y de pobres de la ciudad y el campo resocializados para bien o para mal en el curso de estos procesos. Y, frente al carácter esencialmente defensivo de las luchas populares en este terreno, establece un campo fecundo para el desarrollo de opciones alternativas que sean viables en cuanto faciliten la creación colectiva de nuevas formas de expresión del interés general de comunidades territoriales, regionales nacionales complejas.
            Nada de esto implica que las luchas sociales – y sin duda la lucha de clases – hayan dejado de ser el motor de la historia. Supone, simplemente, que ese motor ha pasado a operar en un nivel de complejidad que nos obliga a replantearnos una vez más lo que sabíamos o creíamos saber sobre su funcionamiento. ¿De qué clases se trata, en esta etapa de esta historia?; ¿cuáles son, cómo son, dónde están?; ¿qué tienen de común, qué de distinto con el pasado inmediato y mediato del que proceden?; ¿cómo y dónde se estructuran las relaciones que mantienen entre sí en las distintas regiones y las diversas escalas del sistema mundial en que actúan? Y en estos términos, ¿qué posibilidades existen de identificar y establecer formas nuevas de expresión de intereses colectivos, y las formaciones sociales y políticas capaces de ejercer ese interés en cada región y cada ámbito del sistema?
Para las ciencias sociales en general, y para las nuestras en particular, esto plantea singulares desafíos. El primero y más complejo, sin duda, es dejar de ser lo que han sido y son: ámbitos especializados para el estudio del mercado, la sociedad y el Estado en un mundo en el que la historia sólo puede ocuparse del pasado. Estamos otra vez en aquella situación de 1845, en que cabía afirmar que la tarea de interpretar el mundo debía ceder su lugar a la explicarlo para transformarlo. Nos toca, otra vez, recuperar y ejercer aquella negativa “a separar las diferentes disciplinas académicas” a que se refiere Eric J. Hobsbawn cuando, al analizar el significado contemporáneo de la obra de Carlos Marx, señala que, para éste,

Las relaciones sociales (es decir, la organización social en el sentido más amplio) y las fuerzas materiales de producción, a cuyo nivel corresponden, no pueden ser divididas. “La estructura económica de la sociedad está formada por la totalidad de estas relaciones de producción”.[…] El desarrollo económico no puede quedar reducido a “crecimiento económico”, y mucho menos a la variación de factores aislados como la productividad o el índice de acumulación de capital”.[5]

Esto es tanto más necesario en cuanto que la nuestra es, en lo político, una circunstancia de hechos cumplidos. El programa neoliberal es uno de esos hechos, al menos en su forma de Consenso de Washington, por más que muchas de sus políticas lo hayan sobrevivido. El programa inicial de resistencia a las consecuencias del neoliberalismo está agotado también. Los sectores subordinados carecen de un proyecto alternativo. Los sectores dominantes también. En ambos campos se acentúan las contradicciones internas, con la salvedad de que es más viable la resistencia desde estructuras profundas de encuadramiento y dominación que permanecen esencialmente intactas, que el paso a una ofensiva general de los dominados contra esas estructuras.
Las cosas, en suma, ya no son lo que eran, ni volverán a serlo. Tampoco, sin embargo, han llegado a ser lo que serán. Por lo mismo, cabe recordar que, si bien nunca existe un pasado al cual regresar, la crisis abre ante nosotros múltiples opciones de futuro a construir. A esas opciones es que cabe referir todas las propuestas que afloran por todos los ámbitos de nuestra cultura, desde el bien vivir hasta  la demanda de un mundo en que quepan todos los mundos.
Al propio tiempo, esta circunstancia - en que los conflictos que emergen de la crisis se combinan con los que fueron mediatizados pero no resueltos en el ciclo hegemónico que culmina - ofrece nuevas posibilidades de construcción de entendimientos entre movimientos sociales emergentes que se expresan desde racionalidades y con voces sin cabida en la geocultura que implosiona. El detalle de esos entendimientos en casos particulares será diverso, pero sus lineamientos fundamentales ganan cada día en claridad: gobierno basado en el consenso; autoridad funcional, no jerárquica ni de casta; igualdad sustentada en la equidad; armonía en las relaciones sociales, y en las interacciones entre sistemas sociales y sistemas naturales, y una producción centrada en valores de uso, y en la valoración de los recursos a partir de la función que cumplen en los ecosistemas que los proveen.
Lo esencial, ahora, es que los sectores oprimidos - siempre a la defensiva, siempre empujados a la dispersión por el acoso incesante de los opresores- despliegan capacidades de iniciativa y concertación que habían estado ausentes de la política latinoamericana desde la década de 1980. Una vez más: no hay en nuestra América batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. Volvemos al camino que va de Martí a Mariátegui, y allí al Che, a la Teología de la Liberación y a los movimientos sociales nuevos. El pequeño género humano que dio de sí a Bolívar ha dicho otra vez ¡basta!, y otra vez ha echado a andar.

Buenos Aires – Panamá, septiembre de 2009 / agosto de 2012


[1] Cuadernos de la Cárcel. Edición crítica del Instituto Gramsci. A cargo de Valentino Gerratana. Ediciones ERA, México, I, 276.

[2] “Después del desarrollismo”. Ponencia presentada en la conferencia “Development Challenges for the 21st Century”, Universidad de Cornell, Octubre 1, 2004.

[3] En estas circunstancias – sobre todo a partir del derrumbe del socialismo en la Unión Soviética y Europa Oriental, que hace recaer todo el peso de la crisis sobre el centro liberal – no es de extrañar que  se multipliquen lo que Gramsci llamó “fenómenos morbosos” que caracterizan la fragmentación de los marcos preexistentes de referencia y control. Tal es el caso de la creciente importancia política que adquiere la difusión de los fundamentalismos de todo tipo, regresiones populistas, fragmentación y disolución de formaciones estatales, migraciones sin control y situaciones de carácter cuasi maltusiano que asolan regiones completas, como el África subsahariana, en un marco de erosión generalizada de las formas tradicionales de autoridad moral y política y de generalización del recurso a la violencia como medio de control social.

[4] José Martí, Cuadernos de apuntes, 1881. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975.

[5] Cómo Cambiar el Mundo. Marx y el marxismo 1840 – 2011. Crítica, Barcelona, pp. 143 – 144.

Panamá: ayer desde mañana


Panamá: ayer desde mañana
Guillermo Castro H.

Para Luis Pulido Ritter, allá entre teutones

Como lo destacara Luis Pulido Ritter en su columna del 23 de diciembre pasado en La Estrella de Panamá, 1989 fue tanto el año de la caída del muro de Berlín como de la invasión norteamericana a Panamá. Si la caída del muro – dice – lo hizo sentir “que el mundo giraba, que se abría una nueva época”, la invasión destruyó aquella “corta ilusión”, para devolverlo a la realidad de una clase política panameña que había fracasado “históricamente … en crear unas instituciones estables, serias, y democráticas, abriendo así el espacio para que se instalaran los militares y floreciera un personaje como Noriega & Co.” [1]
El artículo de Pulido refleja muy bien el carácter contradictorio de los tiempos que vivimos en esta crisis larga, cuyas raíces quizás se remontan a 1968, que fue a su modo el 1848 del siglo XX. Algunos, ante la caída del muro, podían preguntarse en qué podrían creer de allí en adelante. Esa pregunta, sin embargo, no estuvo en la mente siquiera de toda una multitud - grande o pequeña, da igual - de latinoamericanos que siguieron creyendo en lo que ya creían, que era en sí mismos, y en sus pueblos.
Fuera su verdad la de José Martí, la de José Carlos Mariátegui, o la de Gustavo Gutiérrez, la caída del muro lo que hizo fue estimular la reflexión y el debate sobre los términos en que de allí en adelante sería necesario luchar por ella. Y pocos años después, en México, llegaron los mayas zapatistas a plantear un problema sin solución en el capitalismo salvaje - que es, a su modo, la otra cara del socialismo real-: el de la creación de un mundo en el que cupieran todos los mundos, y en el que la forma normal de hacer política consistiera en mandar obedeciendo. De entonces acá, nada les ha quitado la razón que tenían y tienen, y que resaltaron una vez más la semana pasada, con su marcha del silencio por las ciudades de Chiapas.
En lo que hace a la invasión, se le hace un servicio a nuestros grupos dominantes al encararla como un conflicto entre Estados, desconociendo el carácter histórico de éstos, y de las relaciones que habían mantenido entre sí. Una vez vaciado de historia el asunto, toda interpretación es posible, y la más cómoda para el tercio superior de la sociedad es sin duda aquella que nos hace a todos culpables.
Siempre cabe, por supuesto, interrogar al pasado a partir de preguntas diferentes a las usuales en nuestro medio:¿quién tuvo la culpa? ¿Noriega, la Cruzada, la oligarquía o la nación perdedora en pleno? Cabría preguntar en cambio, por ejemplo, por qué todos los Tratados que conducen a la liquidación del enclave militar - industrial del Estado norteamericano en Panamá fueron firmados, por la parte panameña, por mandatarios vinculados a golpes de Estado: Harmodio Arias en 1931, José Remón en 1951, y Omar Torrijos en 1968 - dos de los cuales, además, tuvieron una muerte violenta.
Y a esa pregunta tendría que seguir la del papel de esos Tratados en el desarrollo del capitalismo en Panamá (pues el desarrollo siempre es el desarrollo de algo, y en este caso, con toda evidencia, es el de esa economía y – con ella – el del Estado más adecuado a sus necesidades). La apertura del mercado del enclave militar - industrial a la producción agropecuaria e industrial criolla, a partir de 1936; la captura para el mercado panameño de los salarios de los criollos afortunados que trabajaban en el enclave como empleados federales, a partir de 1955, y finalmente la captura del propio enclave para el mercado interior, y para optimizar la inserción de nuestra economía en el mercado global podría ser una respuesta adecuada.
En esa lógica, la invasión extranjera es la forma que adopta, en nuestra circunstancia, un golpe de Estado ejecutado por las fuerzas armadas de la potencia hegemónica en el Istmo, para establecer el régimen correspondiente a las necesidades de una nueva etapa en el desarrollo del capitalismo en nuestra tierra. Por lo mismo, fue ejecutado no sólo contra el adversario del momento, sino además contra el que pudiera haber surgido de una evolución distinta de los acontecimientos.
El régimen encabezado por Noriega sin duda había corrompido hasta el tuétano a su entorno militar y político, tras utilizar para sus propios propósitos a lo que quedaba de sano y popular en el torrijismo. El poder realmente existente en la sociedad – aquel que algunos han llamado el de “los dueños de Panamá” -, por su parte, había utilizado las aspiraciones democráticas de nuestras capas medias, las había alentado a organizarse y enfrentar al norieguismo, y las había desmovilizado en cuanto se hizo evidente que aquel régimen hubiera podido ser derrocado por esa movilización. Era necesaria una solución militar, con su secuela inevitable de terrorismo de Estado, no por falta de otra alternativa, sino porque era indispensable que el derrocamiento del régimen no condujera a una revolución democrática en Panamá, precisamente en las vísperas del reparto del botín del enclave.
Uno de los problemas de nuestro entender criollo radica en el mal mal hábito de hacer historia mirando al pasado, no al futuro. De eso resulta, siempre, que se termine por pensar que el mañana será por necesidad una réplica a escala ampliada del ayer. Así, para una multitud de algunos, el objetivo de la invasión no fue sentar las bases para una etapa nueva de desarrollo, sino el restablecimiento del ayer en nuestras vidas o, dicho en criollo, para restaurar a la Oligarquía en el poder. Para otra (menor) multitud, la clave de todo misterio está en el Talmud del Documento de Santa Fe.
En esa perspectiva – regida por el principio de que siempre que pasa igual sucede lo mismo – no cabe realmente imaginar que era necesario establecer un Estado capaz de llevar a cabo una reforma neoliberal de nuestra economía en un plazo breve y de manera enérgica. Y sin embargo ese fue el caso, con la creación de un Estado neoliberal en el que – si bien la impronta social retornó a los sectores más tradicionales del poder criollo -, la económica se tradujo en el sometimiento de los sectores agropecuario, comercial e industrial de la economía a la hegemonía del capital financiero.
En todo caso, lo surgido entonces se agota hoy. Vivimos en una crisis global, sin duda. Pero esto sólo quiere decir que esa crisis se expresa en cada Estado de acuerdo a su circunstancia histórica particular. Desde el Bravo a la Patagonia, toda la América Latina ha entrado en una fase de transición, que se expresa de manera distinta en Cuba que en Chile, o en Colombia y Panamá, pero de la cual todos estos países saldrán transformados en algo distinto, que bien puede ser mucho mejor, o mucho peor.
Hoy, como nunca, es importante volver a estudiar el pasado desde las preocupaciones que nos inspira el futuro. Una vez más, acudiendo a todo lo que va del Papel histórico de los grupos humanos en Panamá, de Hernán Porras en 1953, y La concentración del poder económico en Panamá, de Marco Gandásegui en 1964, a – en este siglo -  La filosofía de la nación romántica de Luis Pulido Ritter y el estudio de Patricia Pizzurno sobre el papel del racismo en nuestra historia contemporánea. Y, de nuevo, atendiendo a la advertencia que nos legara  José Martí, en tiempos de otra crisis, con sus propias posibilidades de futuro:

Estudien, los que pretenden opinar. No se opina con la fantasía, ni con el deseo, sino con la realidad conocida, con la realidad hirviente en las manos enérgicas y sinceras que se entran a buscarla por lo difícil y oscuro del mundo. Evitar lo pasado y componernos en lo presente, para un porvenir confuso al principio, y seguro luego por la administración justiciera y total de la libertad culta y trabajadora: ésa es la obligación, y la cumplimos. Ésa es la obligación de la conciencia, y el dictado  científico. [...] Amemos la herida que nos viene de los nuestros. Y fundemos, sin la ira del sectario, ni la vanidad del ambicioso.”[2]

Panamá, 26 de diciembre de 2012.



[2] “Crece”.[Patria, 5 de abril de 1894]. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. III, 121.

martes, 13 de noviembre de 2012

Tiempos nuevos, Estado nuevo. Panamá en las vísperas del 2010.


Tiempos nuevos, Estado nuevo.
Panamá en las vísperas de 2010.
Guillermo Castro H.

Se dice desde hace mucho que la política es el arte de lo posible. En esa misma perspectiva, cabría decir que la administración es el arte de crear las condiciones que hagan posible aquello que el desarrollo de la sociedad revela ya como necesario. Comprender de esta manera el vínculo entre administración y política tiene especial importancia en países en los que el desarrollo se manifiesta en formas heterogéneas y contradictorias, que tienden a acentuar los conflictos internos sin llegar a crear realmente las premisas para su pronta solución. Y aunque esto no es privativo de los países más afectados por las asimetrías de la interdependencia global, es en ellos donde esos conflictos suelen manifestarse de manera más aguda y más compleja.
Esta situación se acentúa en casos como el de Panamá, donde está en curso un proceso de transición entre un país que ya no existe, y otro que aún se encuentra en construcción. Aquí, en efecto, la sociedad y su administración pública se encuentran desde hace ya una década en el proceso de pasar de un Estado concebido para promover un estilo de desarrollo protegido al margen de un enclave de capital monopólico estatal extranjero – no fue otra cosa la antigua Zona del Canal – a otro, nuevo, que fomente un estilo de desarrollo abierto, organizado a partir de la Plataforma de Servicios Transnacionales que viene tomando forma en el entorno de la vía interoceánica.
Hoy, los desencuentros y las diferencias de ritmo entre los diversos sectores de la vida nacional en el marco de dicho proceso explican los graves problemas que aquejan a los servicios públicos que el Estado debe ofrecer en materia de educación, salud, seguridad y transporte. Esos servicios, en efecto, se encuentran a cargo de instituciones que fueron diseñadas para cumplir sus funciones en una circunstancia social, económica, cultural y demográfica que ya no existe, y tendrán que ser objeto de una re - creación, de un alcance no menor – y de una complejidad mucho mayor – que el de los esfuerzos equivalentes llevados a cabo en el pasado por las administraciones encabezadas por estadistas como Belisario Porras, Harmodio Arias y Omar Torrijos Herrera.
De lo que se trata hoy, en efecto, no es tanto de administrar con mayor eficiencia una estructura consolidada, sino y sobre todo de fomentar y orientar de manera eficaz la formación de las nuevas estructuras de gestión que el desarrollo del país requiere. Son muchos ya los problemas que el viejo Estado ya no puede resolver, pero el mayor de todos consiste, sin duda alguna, en que las estructuras de gestión pública – y las mentalidades correspondientes a las mismas – perdieron hace mucho la capacidad que alguna vez tuvieron para propiciar la formación de tejido social nuevo, que permita al Estado actuar en acuerdo de conjunto con la ciudadanía, y que permita a la ciudadanía ejercer un verdadero control social de la gestión estatal.
En esta circunstancia, convendría empezar por un examen atento de experiencias y logros muy valiosos que ya han sido obtenidos en esta transición. En lo que respecta a la cooperación entre el ámbito privado y el sector público para ofrecer soluciones innovadoras a problemas nuevos, por ejemplo, la Ciudad del Saber es un caso destacado. En lo que respecta a la oferta de servicios internacionales de gran complejidad, la Autoridad del Canal de Panamá ya es, sin duda, el más destacado caso de innovación exitosa en el país.
Hay mucho que hacer, en verdad, y mucho que aprender. Para encarar con éxito el desafío de la transición hacia un Estado nuevo, conviene recordar que el mejor camino es el que nos lleve desde lo que somos a lo que aspiramos a ser. Aquí, ahora, no basta crecer en el mundo. Hay que ir más allá. Hay que crecer con el mundo, para ayudarlo a crecer y cambiar de un modo que nos permita colaborar a todos en la superación de las estructuras globales, regionales y locales que generan la desigualdad en el acceso a los frutos del progreso, y renuevan sin cesar – entre nosotros y en torno nuestro – los obstáculos al desarrollo que surgen de la pobreza, la incultura y el atraso.
Esto tiene especial importancia, además, porque nuestros problemas ya no son administrativos, sino políticos. Por lo mismo, demanda la creación – justamente – de las condiciones necesarias para establecer una administración nueva, mucho más ágil, mucho más participativa: en breve, mucho más democrática. Hasta ahora, en campos como los de la provisión de servicios de educación y de salud, el esfuerzo nacional se ha orientado mucho más a preservar que a transformar las estructuras de gestión que hemos heredado del viejo Estado proteccionista. Y esto nos ha llevado al intento imposible de encarar, contra los vientos y mareas de los tiempos nuevos, los problemas del mañana desde las mentalidades del anteayer.
Ante todo esto, hay que ser creativos, sin duda. Pero la creatividad sólo será útil en la medida en que hunda sus raíces en la realidad que debemos transformar. Hay que tener extremo cuidado aquí con la transformación de las experiencias de otros en modelos a imitar por nosotros. A ese cuidado se debe, por ejemplo, el gran éxito de Singapur y de Corea del Sur. El primero, por haber adoptado la estrategia de desarrollo más adecuada para una economía que carece de agricultura y de una amplia reserva de mano de obra barata. El segundo, por haber resuelto primero en un mismo empeño los problemas – íntimamente relacionados entre sí – del atraso agrario y el atraso industrial, mediante una reforma agraria que garantizó el abastecimiento de alimentos para los trabajadores de la industria urbana, y creó al mismo tiempo un mercado de trabajo para los hijos de los campesinos, y un mercado rural para la producción industrial. Y ambos, además, llevaron a cabo la tarea gracias a la consolidación de un Estado nacional que ha sido fuerte en la medida en que ha sido eficaz.
¿Cómo será el nuevo Estado panameño? Es difícil imaginarlo en detalle en las actuales circunstancias, tan marcadas por el conflicto entre lo nuevo que emerge, y lo viejo que se resiste a desaparecer. Aun así, cabe imaginar que no será simplemente el Estado que resulte más adecuado para llevar a su culminación los primeros grandes logros de nuestra transición, como la creación de una verdadera plataforma de servicios transnacionales en torno al Canal, y la proyección de un nuevo lugar de Panamá en la economía mundial que hoy se reconstituye en torno a la cuenca del Pacífico Norte. Además, y sobre todo, deberá ser el Estado que resulte más capaz de encarar, encauzar y convertir en una fuerza transformadora toda la enorme energía social que surge de la acentuación de las desigualdades y los conflictos internos de nuestra propia sociedad. Este ha de ser, por necesidad, el punto de partida de un debate que entre nosotros apenas empieza.