XXI. Nosotros los de ahora, y los nuestros de entonces.
Guillermo Castro H.
Conferencia inaugural en el XIV Congreso Nacional de
Sociología
Universidad de Panamá, 16 de agosto de 2012
Para Lourdes, siempre
1929
- 2009
La crisis de 1929 tiene especial importancia
para el análisis de la que enfrentamos hoy, al menos en dos sentidos. El
primero y más general corresponde a su alcance y su importancia histórica. Con
ella, el ciclo de desarrollo liberal clásico, que a partir de 1914 había
ingresado en plenitud a su fase imperialista, recibió el impulso final que lo
llevaría a desembocar – a través de la II Guerra Mundial, y las que la
precedieron en España y China - en la fase de desarrollo del moderno sistema
mundial que hoy designamos con el término “globalización”. El segundo tiene un
carácter más específico. La gestión de la crisis de 1929 proporcionó un
importante modelo de referencia en la formación de varias generaciones de
científicos sociales latinoamericanos, en lo relativo a la comprensión del
lugar y el papel de la región en los procesos de formación y transformación del
sistema mundial.
Así,
para las ciencias sociales latinoamericanas en las décadas de 1950 y 1960, el
manejo de la crisis de 1929 fue percibido como exitoso en cuanto había logrado
dos importantes objetivos. Uno, contener y revertir su terrible impacto inicial
y, otro, conducir al sistema mundial a un escalón superior de desarrollo
civilizatorio. En el proceso, la ideología del progreso – sucesora a su vez de
la de la civilización, tan cercana a las oligarquías de nuestra América - cedió
su lugar a la del desarrollo, más adecuada a un mundo que dejaba de estar
organizado en metrópolis y colonias para constituirse en una comunidad de
Estados independientes vinculados entre sí por un único mercado mundial. Y, de
una manera en nada casual, fue entre nosotros donde el desarrollo vino a
convertirse en un cuerpo teórico y un imaginario colectivo determinante en la
conducta de nuestras sociedades y sus Estados hasta la década de 1980.
Como todo modelo
explicativo, éste contiene imprecisiones. Lo descrito en el párrafo anterior,
por ejemplo, corresponde a las formas más visibles de gestión de aquella
crisis, tales como la intervención masiva del Estado en la economía, la
ampliación de los derechos democráticos de las capas medias y los trabajadores
en los Estados nacionales de la época, y la creación de servicios públicos
eficientes de salud pública, educación masiva y seguridad social en esos países.
John Maynard Keynes, en lo económico, como Franklin Delano Roosevelt en lo
político y lo social constituyen sin duda los héroes más relevantes de aquel
momento histórico en este nivel de visibilidad.
Un
segundo nivel, que ha ganado en visibilidad en estos tiempos, hace a las dos
grandes reformas que conoció el sistema mundial en el camino hacia la
superación de la crisis. La primera se refiere a la creación de un verdadero
sistema monetario internacional a partir de los acuerdos de Breton Woods, en
julio de 1944. La segunda, y más notoria, a la creación del moderno sistema
interestatal, estructurado como una Organización de las Naciones Unidas, que
pasó de medio centenar de Estados fundadores en octubre de 1945, a casi doscientos
medio siglo después.
Estos
dos niveles de visibilidad en la gestión de aquella crisis fueron el resultado,
también, de circunstancias que hoy no tienen equivalente. La primera y más
notoria en el plano político fue la claridad de las opciones enfrentadas: el
liberalismo al centro, con el fascismo a la derecha y el comunismo estalinista
a la izquierda, definieron de manera prístina el escenario de la geopolítica
mundial entonces. Y a eso cabría agregar la amplitud de los espacios sociales,
ambientales y políticos de maniobra conque contaba entonces el sistema mundial,
y de los que carece hoy.
La baja presión
demográfica de una población muy inferior a la actual, sometida en su mayor
parte a un vasto sistema colonial – al que cabía agregar los que en aquellos
años eran considerados como “espacios vacíos” de la América Latina -, permitía contar
con reservas de recursos humanos y naturales que ya no están disponibles. En lo
político, el espacio de maniobra se desplegaba en dos vertientes. Por un lado, el
carácter restrictivo de la vieja democracia liberal imperante en las sociedades
de capitalismo más maduro estimulaba la construcción de consensos en torno a la
ampliación de los derechos ciudadanos de las capas medias y los trabajadores. Por
el otro, se desplegaba la lucha por alcanzar esos derechos a través de la
conformación de Estados nacionales en las regiones coloniales de Asia, África y
Oceanía.
Allí, además –
como en nuestra América -, esa lucha por derechos elementales se combinaba con
el carácter primario de las expectativas sociales. Si el analfabetismo supera
la mitad de la población adulta, la expectativa de vida al nacer no va más allá
de los cincuenta años, la industrialización no se ha iniciado y la organización
de los trabajadores es una novedad, concesiones relativamente pequeñas por
parte de los grupos dominantes en materia de educación, salud y seguridad
social pueden producir transformaciones importantes y de impacto duradero en el
desarrollo social.
Y estaba, por
supuesto, el enorme espacio de maniobra que ofrecía el sistema colonial para un
crecimiento económico renovado. Si éste ya había cumplido su función inicial de
subsidio masivo al despegue del capitalismo en los países centrales, su
reorganización como sistema de economías nacionales pudo ofrecer – como en
efecto lo hizo – un enorme impulso al nuevo ciclo de expansión económica que
tuvo lugar entre las décadas de 1950 y 1970, hasta desembocar en la creación de
algunas de las condiciones previstas por Gramsci a comienzos de la década de
1930, cuando en sus cuadernos de la cárcel anotaba lo siguiente:
Atlántico
– Pacífico. Función del Atlántico en la civilización y en la economía moderna. ¿Se
trasladará este eje al Pacífico? Las
masas de población más grandes del mundo están en el Pacífico: si China y la
India se convierten en naciones modernas con grandes masas de producción
industrial, su alejamiento de la dependencia europea rompería el equilibrio
actual: transformación del continente americano, traslado desde la orilla
atlántica a la orilla del Pacífico del eje de la vida americana, etcétera. Ver
todas estas cuestiones en términos económicos y políticos (tráficos, etcétera).[1]
Otros niveles de
visibilidad en la gestión de la crisis de 1929, muy cercanos a este comentario
de Gramsci, han sido y son mucho menos percibidos. En lo que hace a la
geocultura del sistema mundial, por ejemplo, el énfasis en la formación del
concepto de desarrollo puede ocultar la maduración de formas complejas de
identidad, pensamiento y organización política en la periferia del sistema, que
han venido a tener importantes consecuencias hasta hoy. Así, por ejemplo, los
casos del pensamiento radical democrático de José Martí (1853 – 1895) en
América Latina, sintetizado en su ensayo Nuestra
América, de enero de 1891; del pensamiento nacional democrático de Sun Yat
Sen (1886 – 1925), en China, sintetizado en los Tres Principios del Pueblo -
democracia, nacionalismo y bienestar -, y los del humanismo patriótico de
Mahatma Gandhi (1869 – 1948) y Nelson Mandela.
Tampoco recibe
la atención debida el hecho de que la transición al sistema internacional a
partir de la gestión de la crisis de 1929 dependió en una constante medida del
recurso a la violencia y el autoritarismo en su periferia. Convertida primero
en zona caliente de la Guerra Fría, pasó a ser después el escenario de los
llamados “Estados fallidos”, cuya viabilidad depende de la presencia de fuerzas
de ocupación extranjeras. Así, a la secuencia inicial de violencias en
Palestina, Corea, Argelia, el África ecuatorial, el Sudeste asiático y América
Latina, ha sucedido la situación de conflicto endémico, abierto o soterrado en
los Balcanes, el Asia Central, el Medio Oriente, el África sub sahariana, y
México y Colombia, por mencionar sólo casos muy visibles.
Hoy, en todo
caso, está en crisis lo que resultó de aquellas transformaciones. La crisis
financiera de 2008, en efecto, se vio precedida por crecientes dificultades en
el funcionamiento de los mecanismos de gestión del sistema internacional. Esta
dificultad se hizo evidente ya a principios de la década de 1990, en el intento
de conciliar el imaginario del desarrollo en el sistema internacional –
expresado en el papel del organismo creado para promoverlo, el Programa de las
Naciones Unidas para el Desarrollo -, con el reconocimiento de la
insostenibilidad de ese objetivo que emerge como problema en la Cumbre de la
Tierra de 1992.
A esa dificultad
de orden ideológico y cultural se agrega, poco después, la de orden político
que resulta del fracaso del intento de transitar hacia un sistema internacional
organizado en torno a la Organización Mundial del Comercio, como resultado de
la resistencia masiva a la versión neoliberal de la globalización. A partir de
allí, el proceso de globalización pasó a tener dos voceros enfrentados entre
sí: los Foros de Davos y de Porto Alegre. Y si bien el primero expresa la
aspiración a una organización mucho más eficiente del desarrollo desigual y
combinado a escala mundial, y el otro la demanda de un mundo en el que la
equidad y la sostenibilidad se requieran mutuamente para un desarrollo que
mereciera ser llamado humano, el enfrentamiento entre ambos - como lo advirtiera
Immanuel Wallerstein en 2004 -, no está referido “a si estamos o no a favor del
capitalismo como sistema mundial”, si no al hecho de que la que está en
cuestión es
en lo más esencial, si el sistema de reemplazo será
jerárquico y polarizante (esto es, igual o peor que el sistema actual) o será
en cambio relativamente democrático e igualitario. Estas son opciones morales
básicas, y estar de uno u otro lado determina nuestras políticas.[2]
XXI
Esta crisis – nuestra crisis - ha venido a
expresar, así, el agotamiento de las premisas políticas, culturales y
ambientales que habían sostenido la transformación del moderno sistema mundial
a partir de la segunda postguerra, y definido el de las ciencias sociales como
discurso explicativo de su desarrollo.[3]
Por lo mismo, ella se ubica de lleno en el terreno de la hegemonía, en cuanto
expresa la incapacidad de la geocultura del sistema mundial para dar cuenta de su
contradicción más profunda: la del carácter desigual y combinado del desarrollo
que ese sistema organiza, del cual depende para existir, y en cuyo marco debe
encarar sus problemas o enfrentar el riesgo de su propia implosión.
La complejidad
de esta circunstancia nos obliga – y seguirá haciéndolo – a reexaminar una y
otra vez nuestras conclusiones sobre el carácter y el significado de esta
crisis en el desarrollo del mundo que hemos conocido. Nos encontramos, así, en
una circunstancia muy semejante a la que encaraba la generación de jóvenes
revolucionarios latinoamericanos de la que formaba parte José Martí en 1881:
Nacidos en una época
turbulenta, arrastrados al abrir los ojos a la luz por ideas ya hechas y por
corrientes ya creadas, obedeciendo a instintos y a impulsos, más que a juicios
y determinaciones, los hombres de la generación actual vivimos en un
desconocimiento lastimoso y casi total del problema que nos toca resolver. […]
Establecer el problema es necesario, con sus datos, procesos y conclusiones.-
Así, sinceramente y tenazmente, se llega al bienestar: no de otro modo. Y se
adquieren tamaños de hombres libres.[4]
El
proceso de globalización ha creado ya, en efecto, opciones de un nuevo tipo –
desde ciudades – Estado como Singapur hasta regiones económicas de creciente
integración política y ascendiente global, como las de Asia Pacífico y el
Mercosur -, cuyos oportunidades y necesidades de desarrollo desbordan las
capacidades de las estructuras políticas de cooperación intergubernamental, y
de las economías organizadas a partir de mercados nacionales. En ese marco, también,
están en marcha nuevos y complejos procesos de concentración y centralización
del capital. Asistimos otra vez a la destrucción masiva de empleos y de
organizaciones productivas; a incrementos en la productividad derivados de la
innovación tecnológica combinada con la sobrexplotación de los trabajadores; a
la formación de sectores de actividad económica nueva, como el mercado de
servicios ambientales, y al conflicto entre nuevas fracciones del capital.
En nuestra
América, en conjunto con - y más allá de- los procesos de reforma democrática y
estabilización económica que ocurren en Estados tan diversos como los de Venezuela,
Bolivia, Ecuador, Cuba, Brasil, Chile, Uruguay y Argentina, se acentúa el
proceso de reorganización territorial de las economías iniciado en la década de
1990. Nuestra región, cada vez más urbanizada, expande sus fronteras de
recursos, organiza como verdaderas biofábricas sus espacios de agroexportación,
e intensifica la transformación de la naturaleza en capital natural por los
medios más diversos, desde la inversión en megaproyectos de infraestructuras,
el desarrollo de nuevas y más eficientes modalidades de inserción en el mercado
global de servicios ambiéntales, y la creación de los marcos legales y culturales
que esos mercados requieren para operar con eficiencia en el nivel glocal.
Todo esto,
naturalmente, se presenta acompañado de una cauda de conflictos entre estructuras
de convivencia y modelos de gestión política, social, económica y ambiental viejos
y nuevos. Esto abre espacio a la formación de alianzas de estas nuevas
fracciones con sectores de capas medias urbanas y de pobres de la ciudad y el
campo resocializados para bien o para mal en el curso de estos procesos. Y,
frente al carácter esencialmente defensivo de las luchas populares en este
terreno, establece un campo fecundo para el desarrollo de opciones alternativas
que sean viables en cuanto faciliten la creación colectiva de nuevas formas de
expresión del interés general de comunidades territoriales, regionales
nacionales complejas.
Nada
de esto implica que las luchas sociales – y sin duda la lucha de clases – hayan
dejado de ser el motor de la historia. Supone, simplemente, que ese motor ha
pasado a operar en un nivel de complejidad que nos obliga a replantearnos una
vez más lo que sabíamos o creíamos saber sobre su funcionamiento. ¿De qué
clases se trata, en esta etapa de esta historia?; ¿cuáles son, cómo son, dónde
están?; ¿qué tienen de común, qué de distinto con el pasado inmediato y mediato
del que proceden?; ¿cómo y dónde se estructuran las relaciones que mantienen
entre sí en las distintas regiones y las diversas escalas del sistema mundial
en que actúan? Y en estos términos, ¿qué posibilidades existen de identificar y
establecer formas nuevas de expresión de intereses colectivos, y las
formaciones sociales y políticas capaces de ejercer ese interés en cada región
y cada ámbito del sistema?
Para las
ciencias sociales en general, y para las nuestras en particular, esto plantea
singulares desafíos. El primero y más complejo, sin duda, es dejar de ser lo
que han sido y son: ámbitos especializados para el estudio del mercado, la
sociedad y el Estado en un mundo en el que la historia sólo puede ocuparse del
pasado. Estamos otra vez en aquella situación de 1845, en que cabía afirmar que
la tarea de interpretar el mundo debía ceder su lugar a la explicarlo para
transformarlo. Nos toca, otra vez, recuperar y ejercer aquella negativa “a
separar las diferentes disciplinas académicas” a que se refiere Eric J.
Hobsbawn cuando, al analizar el significado contemporáneo de la obra de Carlos
Marx, señala que, para éste,
Las relaciones sociales (es
decir, la organización social en el sentido más amplio) y las fuerzas
materiales de producción, a cuyo nivel corresponden, no pueden ser divididas.
“La estructura económica de la sociedad está formada por la totalidad de estas
relaciones de producción”.[…] El desarrollo económico no puede quedar reducido
a “crecimiento económico”, y mucho menos a la variación de factores aislados
como la productividad o el índice de acumulación de capital”.[5]
Esto es tanto
más necesario en cuanto que la nuestra es, en lo político, una circunstancia de
hechos cumplidos. El programa neoliberal es uno de esos hechos, al menos en su forma
de Consenso de Washington, por más que muchas de sus políticas lo hayan
sobrevivido. El programa inicial de resistencia a las consecuencias del
neoliberalismo está agotado también. Los sectores subordinados carecen de un
proyecto alternativo. Los sectores dominantes también. En ambos campos se
acentúan las contradicciones internas, con la salvedad de que es más viable la
resistencia desde estructuras profundas de encuadramiento y dominación que
permanecen esencialmente intactas, que el paso a una ofensiva general de los
dominados contra esas estructuras.
Las cosas, en
suma, ya no son lo que eran, ni volverán a serlo. Tampoco, sin embargo, han
llegado a ser lo que serán. Por lo mismo, cabe recordar que, si bien nunca
existe un pasado al cual regresar, la crisis abre ante nosotros múltiples
opciones de futuro a construir. A esas opciones es que cabe referir todas las
propuestas que afloran por todos los ámbitos de nuestra cultura, desde el bien
vivir hasta la demanda de un mundo en
que quepan todos los mundos.
Al propio tiempo,
esta circunstancia - en que los conflictos que emergen de la crisis se combinan
con los que fueron mediatizados pero no resueltos en el ciclo hegemónico que
culmina - ofrece nuevas posibilidades de construcción de entendimientos entre
movimientos sociales emergentes que se expresan desde racionalidades y con
voces sin cabida en la geocultura que implosiona. El detalle de esos
entendimientos en casos particulares será diverso, pero sus lineamientos
fundamentales ganan cada día en claridad: gobierno basado en el consenso;
autoridad funcional, no jerárquica ni de casta; igualdad sustentada en la
equidad; armonía en las relaciones sociales, y en las interacciones entre
sistemas sociales y sistemas naturales, y una producción centrada en valores de
uso, y en la valoración de los recursos a partir de la función que cumplen en
los ecosistemas que los proveen.
Lo esencial, ahora,
es que los sectores oprimidos - siempre a la defensiva, siempre empujados a la
dispersión por el acoso incesante de los opresores- despliegan capacidades de
iniciativa y concertación que habían estado ausentes de la política
latinoamericana desde la década de 1980. Una vez más: no hay en nuestra América
batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la
naturaleza. Volvemos al camino que va de Martí a Mariátegui, y allí al Che, a
la Teología de la Liberación y a los movimientos sociales nuevos. El pequeño
género humano que dio de sí a Bolívar ha dicho otra vez ¡basta!, y otra vez ha
echado a andar.
Buenos Aires – Panamá, septiembre de 2009 / agosto de
2012
[1] Cuadernos de la
Cárcel. Edición crítica del Instituto Gramsci. A cargo de Valentino Gerratana.
Ediciones ERA, México, I, 276.
[2] “Después del desarrollismo”. Ponencia
presentada en la conferencia “Development Challenges for the 21st Century”,
Universidad de Cornell, Octubre 1, 2004.
[3] En estas circunstancias –
sobre todo a partir del derrumbe del socialismo en la Unión Soviética y Europa
Oriental, que hace recaer todo el peso de la crisis sobre el centro liberal –
no es de extrañar que se multipliquen lo
que Gramsci llamó “fenómenos morbosos” que caracterizan la fragmentación de los
marcos preexistentes de referencia y control. Tal es el caso de la creciente
importancia política que adquiere la difusión de los fundamentalismos de todo
tipo, regresiones populistas, fragmentación y disolución de formaciones
estatales, migraciones sin control y situaciones de carácter cuasi maltusiano
que asolan regiones completas, como el África subsahariana, en un marco de
erosión generalizada de las formas tradicionales de autoridad moral y política
y de generalización del recurso a la violencia como medio de control social.
[4] José Martí, Cuadernos de apuntes, 1881. Obras Completas. Editorial de Ciencias
Sociales, La Habana, 1975.